viernes, 29 de octubre de 2021

LA CUEVA NO DA PARA MÁS


La excepcionalidad convertida en norma apenas deja espacio para algo que no sea sobrevivir.


Por todos lados y desde hace tiempo aparecen señales del agotamiento de un sistema que no resiste más. El extractivismo radical, el desprecio absoluto a la naturaleza, la financiarización de la vida y un consumo de lo superfluo elevado a culto no dan más de sí. Obviamente, nada de esto es reconocido (al menos oficialmente) por una minoría mayoritaria que gobierna y legisla para someter a la mayoría del planeta y beneficiar a unos pocos carentes de conciencia y dispuestos a todo por engordar sus, ya de por sí, saciadas cuentas corrientes. Frente a este desplome sistemático, sólo hay que ver para el caso de España los números del último informe sobre pobreza elaborado por Cáritas, se ha vuelto más necesario que nunca mantenernos en un estado de shock permanente. La vida se ha convertido en una serie de sucesos puestos en primer plano para mantenernos ocupados y con el suficiente miedo como para no plantearnos nada más.

Es muy difícil que en momentos como los que vivimos actualmente (y que duran ya unos cuantos añitos) mantengamos intacta nuestra capacidad de respuesta. La excepcionalidad convertida en norma nos ofrece un panorama en el que no hay nada más allá del ahora. En ese ahora sólo cabe una meta: sobrevivir (a menos que pertenezcas a la minoría privilegiada de la humanidad). Como decía la canción: No future

Planes que vayan más allá de conseguir superar el fin de mes quedan reservados para cada vez menos personas alrededor del planeta. Para muchos otros ni siquiera el plano temporal que supone un mes puede ser abarcado, toda su energía debe concentrarse en llegar al final del día. Sin más.

Con este panorama esbozado parece imposible no verse sumergido en la vorágine atomizadora que nos aísla sin remedio y que, si no estamos alerta y prevenidos, nos conduce a considerar al resto como potenciales enemigos en lugar de naturales aliados. A esto le podemos sumar el tsunami reaccionario que se va desplegando poco a poco pero de manera constante conduciendo a muchos hacia una deriva autoritaria y de reforzamiento del expolio capitalista.

El apocalíptico escenario en el que nos obligan a movernos no deja lugar a dudas. Esto se acaba tal y como lo conocemos, lo cual no quiere ni tiene por qué querer decir que lo que venga después va a ser mejor. De hecho, no creo que estemos ni de lejos preparados para ese después con lo cual las probabilidades de que sea mucho peor son bastante altas.

Una sociedad organizada en torno al consumo como la nuestra, difícilmente podrá resistir el hecho de que cada vez ese consumo sea más excluyente y exclusivo, en manos de menos personas. Las diferencias sociales se acrecientan: los ricos son más ricos y el resto más pobres. Está cayendo el mito de las clases medias (por fin) y con él los dogmas del esfuerzo y la superación personal para obtener todos los beneficios que el sistema capitalista puede ofrecer. Y esto sucede a pesar del constante bombardeo mediático de gurús de toda clase encargados de difundir el mensaje de que sólo los mejores se salvarán y el resto son justos merecedores del ostracismo económico y social. Vamos que el pobre lo es por decisión propia y por pereza. Mientras el eje de rotación social siga siendo una cuestión como el consumo exacerbado y no queramos comprender que eso condena a la pobreza y a la muerte a millones de personas estamos jodidos. Realmente no necesitamos de estos escenarios excepcionales que continuamente nos impactan, no se me ocurre nada más excepcional y apocalíptico que el modelo actual donde se permite (permitimos) y se celebra una desigualdad social que directamente podemos calificar de asesina.

Esto es una jodida catástrofe y, probablemente, el cuerpo nos pide adentrarnos más en la cueva personal que vamos construyendo día a día a modo de coraza. Lo hacemos con la esperanza de que nos proteja a sabiendas de que nada construido desde la atomización en la que vivimos va a quedar en pie. Y lo seguimos haciendo porque lo contrario, la construcción colectiva, requiere de una energía de la que mayoritariamente hemos sido desposeídos por este sinvivir que hemos adoptado como vida. Porque sobrevivir nos agota de tal manera que nada parece ser posible más allá de eso. Llegar al fondo de la cueva y permanecer acurrucados esperando confortablemente a que algún día (tal vez más pronto que tarde) todo se derrumbe con nosotros adentro o salir y enfrentarnos a una realidad dolorosa y difícilmente soportable pero que irremediablemente debe ser transformada si queremos que haya un mañana para los que nos sucederán. Lo bueno de todo esto es que todavía podemos elegir.


Imprimir

miércoles, 28 de julio de 2021

QUIERO DUDAR

No queda espacio para la duda. Así es imposible aprender nada y yo no sé el resto pero a mí me resulta vital aprender. 

Si algo tengo claro es que el ser humano es curioso por naturaleza. La curiosidad es la antesala de la duda porque nos empuja a obtener respuestas, nos obliga a indagar. Ante esas respuestas surge la duda que nos impele a una mirada crítica para tratar de discernir entre las diferentes opciones. Se puede decir que esa curiosidad nos lleva inevitablemente a aprender. Por tanto, aprender forma parte de nuestro ser. Sin necesidad de caer en esencialismos, se puede decir que aprender forma parte importante de lo humano. Pero cada día aprender está más caro, la duda está prácticamente criminalizada. Vivimos en un mundo en que dudar es sinónimo de quedarse fuera, de perder. Cuando todo es competición, cuando la imagen proyectada es lo importante, la duda no tiene cabida. No puedes mostrarte débil. Hay que saber de todo o, al menos, aparentarlo. La ingente cantidad de ruido lanzado sobre nosotros a través de Internet y la velocidad a la que es posible asimilar y responder a todo eso, ha creado la ilusión de tener al alcance de la mano todo el conocimiento y la información disponible en el mundo. Automáticamente, esto nos ha convertido en potenciales expertos en cualquier tema por muy ajeno que éste sea a nuestra vida diaria. Y lamentablemente, en esta sociedad de sobreexposición permanente se siente la necesidad imperiosa de demostrarlo. 

Hace años que le escuché (si no me equivoco a Carlos Taibo) la expresión “todólogos” para referirse a los personajes que opinaban sobre cualquier tema en los múltiples programas televisivos de actualidad. Daban la sensación que sabían de todo y el amplificador que suponían esos espacios televisivos reforzaba su imagen de sabios expertos. Ingenuamente pensaba que el fenómeno de los “expertos en todo” se reducía a ambientes muy específicos. Lugares como los bares, los mass media y los escalafones de los partidos políticos donde habitan sus cabezas visibles… siempre han estado repletos de gente con una necesidad imperiosa de dar su opinión sobre todo (normalmente acompañan esta necesidad con la creencia de estar en posesión de la verdad, por supuesto, su verdad que es la única).

Pero hace tiempo ya, que este fenómeno se ha expandido de manera imparable alcanzando todos los rincones de la sociedad. 

No tengo nada en contra de que la gente nos informemos, más bien al contrario, me parece fantástico. Otra cosa bien distinta es formarse y aprender. Yendo más allá, todavía resultaría mucho mejor tratar de establecer algún tipo de relación entre todo esto y nuestra forma de desenvolvernos en el mundo.

 Intentemos hacerlo con algún tipo de filtro crítico y escéptico antes de dar por buena cualquier teoría o hecho y su contrario. Incluso, debemos estar dispuestos a admitir que hay cuestiones que nos superan (ni que sea de momento) y que por tanto no podemos tener una opinión sólida al respecto. 

Esta proliferación de “expertos en todo” es un signo de estos tiempos. Especialmente visible el fenómeno con la pandemia y todo lo que conlleva esta situación. No me importa en absoluto cuando me la encuentro en reuniones familiares, en un bar, o en el trabajo.  He de admitir que incluso me divierte según cómo sea. Pero me parece mucho más preocupante cuando me la encuentro en ambientes alternativos donde se supone que el pensamiento crítico es algo importante. Me resulta especialmente triste constatar que en muchas ocasiones las personas con opiniones formadas sobre todo no hacen más que repetir argumentaciones y discursos ajenos que ni siquiera son capaces de explicar cuando se les pregunta. Lo sé porque seguramente leo las mismas páginas y los mismos textos que ellos. Nadie duda, todo el mundo cree saber todo lo que tiene que saber. No sólo eso, además se exige de los demás un claro posicionamiento. O conmigo (por supuesto, los buenos) o contra mí. La falta de espacio para la duda refuerza el bucle del dogma. La ortodoxia (sea en el sentido que sea y en el campo que sea) se convierte en algo inquebrantable. Así no hay duda perteneces a la secta o estás fuera. 

Es justo en ese momento cuando todo suele terminar, porque es entonces cuando los expertos suelen acudir a los grandes tótems del asunto en cuestión que se esté tratando o, directamente, a las sacrosantas palabras de los grandes gurús de la ideología política que predomine en ese ambiente. Y claro, llegado a este punto, admito que no me he empapado las obras completas de ningún ser humano al que se le otorgue la autoridad máxima en cualquier –ismo. Así que una vez este dato salta a la palestra de una u otra forma, parece ser que automáticamente me invalida para cuestionar esos argumentos de dicho experto. En ocasiones, incluso, me convierte en sospechoso de colaboracionismo con el enemigo, reaccionario o pequeño burgués según de dónde venga la acusación. 

En fin, hay tantos frentes abiertos, tantas cuestiones que nos afectan de una forma brutal y directa que resulta dificilísimo estar bien informado/formado sobre todo. Personalmente, no lo estoy pero me niego en redondo a que eso sea un motivo para tener que aceptar imposiciones argumentales o ideológicas. Vivimos momentos absolutamente inciertos y sin embargo, veo a la gente en general estar más seguro de sus creencias que nunca. Me resulta incomprensible. 

Si no somos capaces de apoyarnos y fomentar la coeducación entre nosotros, si no es posible el debate sin miedo a ser excluido, si la capacidad de transmitir conocimiento y experiencia sólo se utiliza para colgarse medallitas absurdas en lugar de utilizarla para ampliar las posibilidades de revuelta, entonces todo queda reducido a la mínima expresión y nada puede suceder más allá del pequeño grupo de autoproclamados expertos. Seguir al pope o morir. O mejor todavía convertirte tú mismo en predicador de tu buena nueva, esa a la que sólo tú por una misteriosa razón tienes acceso.


Imprimir

lunes, 17 de mayo de 2021

CONTRA EL ESTUPOR

Termina el estado de alarma, lamentablemente, continua el estado de estupor.

No es una palabra que haya utilizado mucho en mi vida pero define bien la situación actual. Me parece especialmente acertada su acepción médica (no podía ser de otra manera en esta sociedad medicalizada en la que vivimos y en estos tiempos pandémicos) que dice lo siguiente: Estado de inconsciencia parcial caracterizado por una disminución de la actividad de las funciones mentales y físicas y de la capacidad de respuesta a los estímulos. De forma más general se define estupor como: Asombro o sorpresa exagerada que impide a una persona hablar o reaccionar.

La falta de respuesta, de reacción, es un elemento clave. Salta a la vista que la manera de afrontar la pandemia por los gobiernos de cualquier signo ha sido la gran excusa para poner en marcha medidas de control que van más allá de cualquier justificación médica o científica. El hecho de prohibir prácticamente todo a excepción de aquello que tenga que ver con el trabajo nos debería dejar muy claro que no todo es interés por nuestro bienestar. También hay otra cosa que no se ha prohibido, el continuado expolio a los eslabones más débiles de la sociedad. Desahucios, despidos y abusos laborales, robos ejecutados por bancos y empresas energéticas al amparo de las leyes hechas a medida y lo  que todavía no sabemos pero que aparecerá en forma de vasallaje hacia Europa a cambio de unos fondos económicos que como siempre acabarán sirviendo para hacer más ricos a los ricos y dejar nuevamente atados a la esclavitud salarial o a las humillantes limosnas al resto.

No hay respuesta a toda esa cantidad de estímulos, apenas unos pocos han osado desafiar las medidas represivas para alzar la voz y están pagando un alto precio por ello. No me refiero a los que sólo ven un problema en tener que llevar mascarilla y no poder ir al bar cada vez que se les antoja. Hablo de los que se la juegan por ellos y por los demás, los que ya tienen claro que la falta de libertad no ha llegado con la pandemia sino que siempre ha estado aquí.

Asombro o sorpresa que impide la reacción.

Por primera vez en la vida de muchas personas, que hasta la fecha se creían a salvo ya que todo lo malo y horrible de la vida sucedía siempre en otras latitudes, han visto (mejor dicho han sentido) su existencia amenazada. La sorpresa ha sido mayúscula y el miedo, atroz. El tratamiento de la información realizada sin excepción desde todos los frentes ha aumentado la sensación de asombro ante una anécdota que tenía que ver con murciélagos en el otro lado del globo hasta que se convirtió en la mayor de las plagas habidas en la historia de la humanidad. Día tras día, sin excepción, todo gira en torno a la pandemia. Al principio se competía por ver dónde había más contagios; más tarde la competición se extendió a los muertos; ahora tocan las vacunas… Pero la gran competición siempre ha girado alrededor de dónde era más sumisa (sensata y responsable decían los medios) la población. Al parecer dependía exclusivamente de esta sumisión el poder retomar la tan ansiada normalidad. Ciertamente, esta era la razón aunque no tenga que ver con cuestiones sanitarias.

Fin del Estado de alarma.

Y tras más de un año terminó la excepcionalidad (en su versión oficial). Ante la sorpresa de nadie lo que ha sucedido ha sido fiesta, celebración y vuelta a la rutina consumista. Saldremos mejores rezaba el mantra televisivo. De momento, salimos más pobres, más débiles y en un estado de estupor permanente. Casi un millón de nuevos pobres (oficialmente personas que viven con menos de 16 euros al día) que llevan a una cifra de casi 11 millones en todo el estado español, cientos de miles que engrosarán estas estadísticas en los próximos tiempos cuando acabe la mascarada de los ertes y las limosnas en forma de rentas mínimas. Pero todo suma, el estupor aumenta. Un año de entrenamiento intensivo en miedo y sumisión da para mucho. Incluso para rebajar más si cabe la capacidad de respuesta, para reforzar hasta el absurdo el modo egoísta de vida, el sálvese quien pueda.

Y a cada paso aumenta la sorpresa porque hemos pasado de protagonistas a espectadores. La vida es lo que sucede en las pantallas, en los medios. No es lo que nos sucede a nosotros mismos. Vivimos atrapados en una serie de infinitos capítulos en la que no nos reconocemos, como si no fuera con nosotros. Mientras aceptamos nuestro rol de espectadores, otros dirigen el espectáculo y deciden que va sucediendo.

Contra el estupor

Este estupor sólo es posible porque seguimos sorprendiéndonos. Seguimos creyendo que las decisiones que se toman son por nuestro bien, por el bien común. Seguimos pensando que el poder representa nuestra voluntad. No aprendemos.

Estupefactos sufrimos las consecuencias sin llegar a ser conscientes del todo hasta que, tal vez, sea imposible hacer otra cosa que no sea sufrir.

Imprimir

domingo, 21 de febrero de 2021

ARRAIGAR PARA CRECER



“Si no nos cuidamos nosotros, ellos no lo van a hacer”

Esta frase con algunas ligeras modificaciones llevo ya un tiempo oyéndola (bastante largo, demasiado) en los pocos espacios que todavía se pueden compartir.

Yo, demasiado ingenuamente me temo, me vuelvo a ilusionar pensando en que esta vez sí, esta vez ha llegado la hora de la autoorganización, del reconocimiento entre iguales frente a jerarcas de todo tipo. En definitiva, de la solidaridad y el apoyo mutuo.

Sin embargo, de manera casi inmediata, algo se dispara y saltan las alarmas. Los viejos temores, las experiencias vividas y sus posteriores reflexiones y aprendizajes vuelven a primera línea.

¿Quiénes son ellos? Y más importante todavía ¿Nosotros?

Me es fácil imaginar que el ellos se refiere a los políticos. No sé si a todos o cada uno anda pensando en los que no son de su cuerda. Quisiera equivocarme.  Aun así tengo claro quiénes son ellos para mí y va más allá de cuatro títeres políticos. Pero lo que me preocupa, sobre todo, es el nosotros. Porque tengo la sensación que ese nosotros deja fuera a muchísima gente. De hecho, dudo que ese nosotros vaya más allá de un pequeño círculo al que consideramos como nuestros iguales. Ya no queda un nosotros colectivo, ese tiempo pasó. En la actualidad vivimos dispersos, en todos los sentidos. Pasamos por la vida con un programa de mínimos, simplemente vivir sin que nos molesten ni ser molestados. Lo han conseguido, creemos que esta máxima es posible cuando la realidad es que este objetivo aspiracional no es nada más que convertirse en una perfecta pieza del engranaje que te atrapa mientras crees vivir una vida plena. Andamos desorientados y desarraigados, literalmente hablando. Vivimos simplificando, mostrando indiferencia y surfeando un eterno presente con una manera de hacer que oscila entre el egoísmo capitalista que nos empuja a pasar por encima de todos y la inmersión en el primer fenómeno de masas que se nos cruza por delante.

¿Es posible un nosotros en estas condiciones? ¿Es acaso deseable?

No lo sé, no tengo repuesta. Pero lo que sí sé es la necesidad de arraigar. Arraigar en el sentido de vincularse a otros, de establecer relaciones fuera de paradigmas mercantiles y de interés. Construir un nosotros por el mero hecho de reconocernos como iguales y saber que eso es un buen punto de partida. No es fácil en este mundo de apariencias en el que hemos crecido pero dejar las máscaras sociales atrás también es necesario. Sólo así es posible dejar de ver todo lo que se mueve en los márgenes como algo socialmente reprochable o directamente, criminal. En los márgenes es donde existe la posibilidad de arraigar, a partir de ahí tenemos la posibilidad de crecer.

Imprimir

viernes, 22 de enero de 2021

MIEDO EN TUS OJOS

Hace tiempo escribí un texto que empezaba tal que así:

“El miedo siempre está presente. Es una emoción básica y uno de los motores para bien o para mal, de las sociedades humanas.

Siempre he oído que hay que hacerlo cambiar de bando; pero el miedo está en ambos lados. Simplemente, unos tienen las armas y las herramientas para protegerse de sus miedos. Otros, nos las negamos.”

Hoy, el miedo está muy presente en nuestras vidas. Fundamentalmente, miedo a perder lo que cada cual tenga, miedo a que nada sea igual por mucho que lo que hubiera con anterioridad no fuera precisamente lo ideal, lo deseado… pero, al fin y al cabo, era algo y era de cada uno. Lo peor de esto es que nadie más allá de los afines (ojalá sea así) va a hacer nada para quitarnos ese miedo. Más bien al contrario.

El miedo sirve de instrumento de control de las masas y ayuda a moldear un hecho cultural (el famoso relato) y un instrumento de gobierno político a medida de unos pocos. Nos machacan a diario, dicen que con la intención de concienciarnos, azuzan para que el miedo no pare de crecer. Lo hacen a través de una inmensa tela de araña que conforma la maquinaria del Poder (medios de comunicación, policía, ejército, partidos políticos, sindicatos,...) nos exigen grandes sacrificios a nivel personal así como una competitividad salvaje que nos convierte en enemigos hasta de los supuestos “nuestros”; nos obligan a aceptar un moldeamiento de las conciencias para encajarlo todo; Sobre todo, nos sentencian a una sumisión total.

Al trenzar este cúmulo de temores consiguen configurar una herramienta para el chantaje individual y colectivo, previa depreciación de la vida en beneficio del mercado y de la supuesta seguridad y bienestar colectivo. Cuando impera el miedo es más fácil encontrar enemigos, señalarlos y hacerles culpables de cualquier cosa. Más fácil para aquellos que lo necesitan, para los mismos de siempre. Se vive mucho mejor con un enemigo al que culpar.

Y el miedo va minando, se nota en los rostros de la gente, lo ves en esa pequeña franja que queda visible en esta normalidad impuesta. Lo intuyes en el resto del cuerpo. Nos achicamos y se crecen. Nos desarmamos y nos encierran. Lo aceptamos y siguen ganando. El miedo se extiende poco a poco y junto a su hermano el cansancio se antepone a todo y se acaba convirtiendo en conformismo y pasividad, en una inercia de rendición. A pesar de toda la propaganda nada bueno va a salir de aquí.

En esta situación todo se complica. La línea temporal se rompe, sólo el presente importa, aquí y ahora. Trabajar y consumir. Nada más, no hay propuesta alternativa. En este tipo de no vida, se cultiva el miedo para evitar la búsqueda de lo distinto: para evitar que la imaginación traspase las fronteras del presente. Se cultiva el miedo como distracción, para evitar que la precariedad de nuestras vidas nos empuje a pensar en nuevas formas sociales que desborden lo diseñado para nosotros. Es por eso que en las situaciones de miedo se aprovecha para legitimar el poder a base de  leyes que no encuentran respaldo alguno; son sólo el resultado de una prueba de fuerza. Y esta fuerza no es más que la capacidad de infundir miedo, es decir, el método más rápido de lograr un control social necesario para que todo siga igual (o peor).  


Imprimir