Día tras día, todos los canales a mi alcance para recibir
información están saturados y copados por las andanzas de los partidos
políticos y lo que parece ser el inicio de algo que cambiará para siempre la
forma de entender la democracia. Al menos eso es lo que se vende por todos los
medios posibles y, en verdad, el mensaje cala y mucho. Tanto los que lo creen a
pies juntillas como los que no, dedican tiempo y esfuerzo a debatir sobre ello
sin ser capaces de variar ni un ápice sus planteamientos.
Admito que tiene su cierto interés todo este debate (a mi
juicio bastante estéril) porque, por lo menos, está haciendo que mucha gente
ande interesándose por cómo funciona todo esto que llaman democracia. Ahora
sólo falta que dejen de comportarse como hinchas futboleros defendiendo a su
equipo y traten de analizar y razonar sobre los hechos. Pero no nos engañemos.
Cada gesto, cada declaración, cada movimiento que se ensalza o se aborrece es
un paso más que se da hacia la inacción, hacia el más de lo mismo.
El teatro político está en un momento álgido. Tanto en España
como en Catalunya los que se autoproclaman como portadores de la voz del pueblo
y sus supuestos enemigos políticos están dando lo mejor de sí mismos.
Veinticuatro horas al día de emociones garantizadas como si de un reality show
se tratara (aunque pensándolo un poco, tal vez se trate de eso). Se inician
legislaturas épicas en ambos parlamentos que pasarán a la historia por su carácter
rupturista, por su contribución a la democracia, a la libertad, por su…
¡Espera! ¿Eso no era cuándo la Constitución del 78? ¿O era cuando entró Felipe?
¿O cuándo Bildu o IU tocaron silla? ¿Zapatero? ¿El tripartito catalán?
Dicen los más entendidos (de los que campan por platós y
redacciones) que ahora es diferente, que ahora es el pueblo el que ha entrado
en el parlamento. No sé qué decir, por mucho que me esfuerce no logro
imaginarme cómo ese pueblo ha pasado, en tan poco tiempo, de proclamar que el
poder no reside ni en el Parlamento ni en los Gobiernos ya que son meros
títeres de grandes transnacionales y fondos de inversión que todo lo devoran, a
asegurar que ahora sí, que es el momento en que la política (se entiende que la
que se hace a través de los cauces establecidos, claro) va a hacerse por y para
el pueblo, como si el poder por arte de magia se hubiera esfumado de las manos
del gran capital.
Así es que empieza el juego:
Votos, pactos, acuerdos, legislaturas, diputados, sentido de
estado, democracia, partidos, proceso, unión, negociación, reformas… DECEPCIÓN
No cabe esperar otro resultado, no es posible otra cosa que
no sea la decepción. Tarde o temprano (normalmente no hace falta esperar
demasiado) caen las máscaras y se desmorona ese castillo que con tanto esmero
se había construido, lástima que se hiciera en el aire. Por supuesto, para que
llegue la decepción primero hay que creer. Hay que hacer un acto de fe y pensar
que las reglas que impone el sistema permitan abolir dicho sistema. Yo no lo
creo, más bien me inclino a pensar que los Parlamentos no son ese órgano
democrático de representación de la voz del pueblo, sino que son unas máquinas
potentes con unos engranajes que garantizan el actual orden de las cosas. El
orden democrático es el eufemismo utilizado para mantener la tiranía del
salario, la acumulación de beneficios, la explotación humana y de la
naturaleza, la dominación ideológica…
Por supuesto, que mientras nos pueda más la boca que lo que
hacemos seguiremos sometidos a los designios de los Gobiernos y sus Parlamentos.
Pero dejemos algo claro: jamás ningún cambio sustancial nació ni nacerá de
ningún Parlamento, a lo sumo refrendará una conquista social cuando crea que
sus consecuencias estén más que controladas. Así uno de los mayores logros de
la lucha obrera fue la jornada laboral de ocho horas diarias allá por 1919,
conseguida tras una intensa lucha encabezada por una huelga de 44 días y un
alto coste humano por la terrible represión ejercida por Estado y patronal.
Obviamente, el Gobierno encabezado por Romanones prefirió sellar ese avance
ante la posibilidad de que todo aquello derivase en algo peor para el orden
establecido. Bien sabían que la dictadura del salario estaba impuesta y bien
afianzada en el imaginario colectivo.
Parece claro que a día de hoy una movilización popular del
tal calibre, con todo el factor de solidaridad que conlleva, parece improbable
(entre otras causas precisamente por la aparición de esos partidos
autodenominados como voceros del pueblo, que han conseguido vaciar las calles
haciendo creer que el trabajo ya está hecho con su llegada al Parlamento) y,
más improbable todavía parece que el sistema se sienta tan presionado como para
ceder en alguno de sus privilegios y conceder una ración un poco mayor de las
migajas con las que nos sustentamos a día de hoy, porque eso es de lo único que
hablamos cuando lo hacemos de la vía parlamentaria: migajas.
Así que… como decía, mientras no estemos
dispuestos/preparados para romper las normas y salir de su tablero de juego no
queda otra que seguir trabajando en la construcción de alternativas, en la
agitación, en la creación de otros modelos relacionales lejos de la
monetarización… En definitiva, trabajar en nuestras ideas, sentimientos y
acciones porque esto es lo único que tenemos para enfrentar este mundo loco y
criminal. Ningún partido ni ningún Gobierno están con nosotros en esas luchas,
sólo podemos contar con lo que somos y lo que hacemos.
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