Suenan tambores de guerra. Nada nuevo bajo el sol, salvo por la insistencia de los medios de comunicación
que, como siempre, se encargan de poner el foco donde el sistema considera
oportuno. Porque los tambores de guerra nunca han dejado de sonar y jamás lo
harán mientras la opresión y la muerte generen beneficios.
La guerra siempre está en marcha, vivimos inmersos en ella.
Forma parte fundamental del orden autoritario, especialmente del capitalismo.
La sociedad está en constante guerra. Unos contra otros tratando de conquistar
una meta impuesta como si fuéramos pequeños roedores en busca del pedacito de
queso que el científico de turno otorgará al que sobreviva a cuantas tropelías
se le ocurran. En estos casos, donde la maquinaria bélica está relegada a un
segundo plano (eso sí, siempre insinuante, siempre presente en el imaginario
colectivo) se considera que vivimos en tiempos y lugares de paz. Aunque a
diario las víctimas de esa paz se suceden arrastradas a una vida de penuria
moral y física hasta el final de sus días.
Pero la guerra es el pasatiempo favorito de los poderosos. Es
apostar a caballo ganador porque vaya como vaya siempre ganan los mismos y el
riesgo de pérdida es cero. Los muertos, sean del bando que sean siempre los
ponen los mismos. Los vencedores también.
La industria de la muerte es una colosal máquina que genera
beneficios económicos astronómicos y garantiza el mantenimiento de un orden
social basado en el poder en todas sus dimensiones (propiedad, dominio, lucro,
explotación…) Bien sea como causa directa de muertes y sufrimiento allá donde
esta industria despliega su poderío, bien sea a través de un efecto colateral y
no menos devastador: el miedo. Porque las balas y las bombas matan al instante
pero el miedo aniquila lentamente. El miedo atenaza las mentes, cierra las
bocas, encoge la esperanza. Consigue que cada cual se encierre en su situación
y no quiera/pueda ver más allá. Cierra la puerta a cualquier atisbo de acción
espontánea, independiente, genuina y las abre de par en par a la mansedumbre,
al seguidismo, a la servidumbre total y, por tanto, a la perpetuación del orden
social vigente.
La guerra está siempre presente, lo sepamos o no, no se
detiene nunca y derrama nuestra sangre por todo el mundo. En la actualidad hay
docenas de países donde a diario, guerras más o menos declaradas, se cobran
vidas humanas. Yemen, Siria, Palestina, Sudán, Libia, México, Ucrania, Nigeria,
Colombia, Turquía, Iraq… son sólo algunos ejemplos. Sin embargo, el egocéntrico
occidental medio, acostumbrado a devorar las informaciones sin procesarlas está
ya inmunizado ante el dolor ajeno, apenas siente un suave golpe en su coraza.
Necesita una amenaza más palpable para sentir el suficiente temor para
legitimar la imparable rueda de la guerra. Al parecer no es suficiente con la
psicosis terrorista, así se recurre nuevamente al terror nuclear. Esta amenaza,
es la máxima expresión técnica de la dominación, nada produce un efecto tan
devastador en las mentes y los cuerpos. Bastó una sola aplicación del horror
nuclear para marcar a las siguientes generaciones de por vida (por si acaso, de
vez en cuando, nos muestran alguna prueba nuclear para recordarnos quien
manda). Sin duda, fue el inicio de una etapa de esplendor para el sometimiento
mundial. Suficiente para que, al menos en occidente, se acatara el orden
establecido sin rechistar. Años más tarde, con la caída del imperio soviético,
se sellaría ese nuevo orden mundial.
Ahora, la exhibición de la amenaza nuclear hace que la
industria de la muerte aumente exponencialmente sus beneficios. Se sabe
ganadora, sabe que siempre será el bastión del poder independientemente de
quien lo ostente formalmente. Mientras existan estructuras de dominación, éstas
se sustentaran en la guerra. La guerra siempre está presente, a todas horas.
Sus efectos están bien presentes en nuestros cuerpos y sobre todo en nuestras
mentes.
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