La evolución sigue su camino. En 50 años hemos pasado de
espectadores pasivos a opinadores pasivos. En ambos casos, la clave está en el
segundo término.
Hemos avanzado (no sé si es la palabra correcta) de lo que
Debord definió como alguien que se sitúa frente a la realidad y la observa sin
más a alguien que tiene la necesidad, incluso la obligación, de opinar sobre
todo lo que observa. Lo que ninguno de los dos sujetos está dispuesto a hacer
bajo ningún concepto es tratar de intervenir en esa realidad. Se mantiene en
una posición de pasividad, más bien de impotencia ante lo que sucede.
Situados de esta forma no tenemos la capacidad de cambiar
nada de nuestra realidad. Y ahí, justo en esa impotencia autoimpuesta nos
sentimos muy bien, seguros y con la conciencia tranquila. Situados en ese lugar
es imposible ser salpicados por la inmundicia de lo que nos rodea. Podemos
seguir viviendo en nuestra fantasía democrática del primer mundo.
De hecho, vivimos en una época dorada para ejercer de
espectadores (nada es por casualidad) Hay tal cantidad de información a nuestro
alcance que literalmente somos incapaces de procesar nada. Simplemente
observamos mínimamente, opinamos al respecto y a otra cosa que se nos va la
vida. La ingente cantidad de ruido lanzado sobre nosotros a través de las redes
y la velocidad a la que es posible asimilar y responder a todo eso, ha creado
la ilusión de tener al alcance de la mano todo el conocimiento y la información
disponible en el mundo. Automáticamente, esto nos ha convertido en potenciales
expertos en cualquier tema, por muy ajeno que éste sea a nuestra vida diaria.
Lamentablemente, en esta sociedad de sobreexposición permanente se siente la
necesidad imperiosa de demostrarlo.
Cero reflexión, cero actuación.
Bajo ningún concepto tratar de establecer una relación entre
todo esto y nuestra forma de desenvolvernos en la vida. En ningún caso,
emprender una acción que pueda mover la silla desde la que asistimos,
impertérritos, al espectáculo de nuestra propia degradación. Incluso cuando lo
observado nos lleva a un estado de indignación elevado preferimos considerarnos
víctimas (nunca colaboradores necesarios y, por supuesto, nunca culpables) y
esperar a que los otros, sean los que sean, resuelvan la situación. Mientras
tanto, reforzamos nuestro patio de butacas particular y nos atrincheramos en él
con más fuerza si cabe.
Nada causa más temor que notar cómo se tambalean los
cimientos sobre los que has construido tu reducto. Así que procuras no hacer
nada que pueda desencadenar el terremoto. Te mantienes a la expectativa,
observando. Perpetuando tu condición de espectador, colaborando en la
reproducción continua del espectáculo.