Cansancio, hartazgo, monotonía, soledad… diversas formas de
definir la sensación que muchísima gente que cree pertenecer al culmen de la
civilización humana tiene sobre su vida. Esto es lo que caracteriza a la
sociedad en la que vivo, pequeño extracto de la sociedad occidental.
Los días se suceden en un eterno “día de la marmota” carente
de significado. Cada cual imbuido en su dinámica que, independientemente de la
que sea (laboral, familiar, social…), conduce a un inmovilismo vital que nos
encierra en nosotros mismos o, en el mejor de los casos, en pequeños grupos
humanos creados alrededor de una idea común que con el paso del tiempo se vacía
de significado (si es que alguna vez lo tuvo) y se convierte en una mera
representación social.
Nos convertimos en víctimas para nosotros mismos y frente a
los demás, a los que pasamos a considerar nuestros enemigos si no son capaces
de entender la gravedad de nuestra situación. Por supuesto, nosotros somos
incapaces de ver que el resto está exactamente en la misma posición. El resultado
de todo esto es que inmediatamente todos estamos enfrentados. Así se cierra el
círculo virtuoso que posibilita una desconexión total entre iguales y, por
tanto, se pierde la posibilidad de romper esta telaraña que nos oprime, ya que
sin el otro es absolutamente imposible.
¿Cómo es posible llegar a este punto? Vivimos en una sociedad
desarrollada. En ella nuestra única preocupación debiera ser poder expandir las
potencialidades humanas hasta donde fuéramos capaces. Existe el conocimiento
suficiente para garantizar que las necesidades físicas básicas estuvieran más
que cubiertas para todo el mundo y, sin embargo, hemos creado un mundo que mata
sistemáticamente a millones de personas cada año y que a otras tantas las
aniquila moral e intelectualmente. Lo sabemos, vivimos de una forma que no nos
corresponde, que nos es ajena pero a la que no estamos dispuestos a renunciar a
pesar del dolor que nos causa y causamos.
Para paliar esto, en la medida de nuestras posibilidades, es
para lo que creamos esa imagen de víctima y nos aislamos. Nos refugiamos en
vidas virtuales vividas a través de las redes y la televisión. Nos repetimos
las mentiras que nos venden a diario hasta convencernos de su autenticidad y
poder mantenernos a salvo. Compramos su propaganda solidaria aunque sepamos de
su falsedad moral con el único objetivo de conseguir que no reviente nuestra
burbuja, construida con tanto esfuerzo y renuncia. Una burbuja de la que no nos
atrevemos a salir porque conocemos el dolor y no queremos vivirlo preferimos la
sedación diaria que nos produce nuestra soledad consumista, triste consuelo
pero consuelo al fin y al cabo. Nos hemos convertido en adictos. Adictos a lo
indoloro, a lo insustancial, a lo superficial, adictos a lo inhumano. Así es el
mundo del que formamos parte cada unos de nosotros desde nuestra burbuja.
Imprimir