Nos dicen que es el momento de reflexionar y, en mi opinión,
deberíamos hacerles caso aunque sólo fuera por esta vez. Pero hagámoslo bien,
pensemos en cómo es el mundo en el que vivimos, en la vida que llevamos y en
cómo nos gustaría que todo esto fuera. Luego actuemos en consecuencia pero no
sólo una vez cada cuatro años como les gusta que hagamos; sino todos los días. En
cada acción, en cada decisión que tomemos deberíamos tener presente esa
reflexión.
Guerras, hambre, enfermedad, miseria, explotación, exilio… en
definitiva muerte. Ese es el panorama que vive la inmensa mayoría de los seres
humanos, muertes todas ellas evitables fuera de un mundo regido por el lucro y
la acumulación de riqueza y poder, es decir, fuera de un mundo capitalista. Por
el contrario, todas esas muertes son imprescindibles dentro de él, son
necesarias para mantener la maquinaria capitalista perfectamente engrasada. No
hay alternativa, el sistema exige el sacrificio de una cantidad exorbitante de
vidas cada día.
Miles de personas mueren cada día tratando de cruzar
fronteras que tan sólo existen para proteger los intereses del poder, tratando
de huir de una realidad atroz cuyo único horizonte es la muerte cercana. Otras tantas
perecen a causa de unas guerras en las que, como siempre, los oprimidos luchan
entre sí mientras los verdaderos causantes de la guerra observan cómo fluctúa
su cuenta de beneficios según apuesten por uno u otro bando (aunque la
costumbre suele ser apostar por los dos). Otras mueren simple y llanamente de
hambre, mueren porque el sistema exprime sus vidas y el territorio que habitan
sin importar nada más que la ganancia que de ello obtienen. Muchas más malviven compartiendo su vida con
enfermedades que no sólo son curables sino que, en muchos casos, se deben al
comportamiento devastador del poder en la explotación de recursos naturales.
Es posible que se pueda sentir esto como lejano; aunque sólo
si tenemos inoculado el egoísmo capitalista que impide ver más allá de las
circunstancias personales, porque cualquier ser humano que no haya perdido del
todo su “humanidad” es imposible que no sienta como propio todo este dolor en
mayor o menor medida (a pesar de los innumerables métodos de distracción e
inutilización de la conciencia de los que disponemos en las llamadas sociedades
desarrolladas).
Lo que no podemos sentir lejano es nuestro día a día, nuestro
modo de vivir. Reflexionemos sobre cómo la experiencia única de la vida se
desarrolla dentro de unos límites impuestos tan estrechos (cada vez más) que
prácticamente nos hemos visto reducidos a convertirnos en seres que luchan por
la supervivencia en lugar de disfrutar y experimentar la vivencia. Hemos aceptado
el camino marcado de sumisión a los poderes fácticos y hemos abrazado la única
vía que el poder reserva a los oprimidos para poder sobrevivir: el salario. Así,
nos vemos abocados a aceptar todo aquello que nos imponen para poder acceder a
nuestro pedacito de pastel que rápidamente consumimos, para facilitarnos el
acceso a aquello que consideramos esencial, sin tener la oportunidad de
preguntarnos el cómo y el porqué de la situación. Negándonos, de esta forma, la
ocasión de disfrutar de nuestra propia vida.
Reflexionemos como nos dicen, pero hagámoslo sobre todo esto
y sobre tantos otros aspectos que condicionan y rigen nuestra vida. Hagámoslo de verdad y, luego, veamos si un cambio radical
es posible a través de los mecanismos que nos ofrecen.
No se trata de votar a tal o cual o de no votar. Se trata de
comprender qué podemos esperar de cada una de esas acciones. Se trata de ver la
posibilidad real de cambio que puede existir, de demoler este modo de vida
criminal a través de mecanismos ofertados por el propio sistema. Pero, sobre
todo, se trata de comprender que no existe razón alguna por la que la mayoría
de las personas deban vivir miserablemente mientras unas pocas se apoderan de todo.
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