lunes, 2 de noviembre de 2020

LUCROPATÍA: La enfermedad que nos matará

Vivimos en la agitación constante, en un vertiginoso ir y venir sin saber de dónde partimos ni hacia dónde vamos. Ni siquiera la actual situación ha conseguido modificar en lo esencial esta situación (entre otras cosas por esto nunca vamos a salir mejor de nada tal y como algunos auguraban allá por el mes de marzo) Es más, se ha generado un estado tal de angustia ante las dificultades para seguir sobreviviendo en esta jungla que la agitación se ha transformado en un cóctel de resignación nerviosa y miedo. Porque, a pesar de todo, se mantiene la esperanza de la salvación individual. A lo sumo, de la salvación de los nuestros. Seguimos manteniendo un esquema mental de ganancia; un marco de referencia donde los puntos cardinales son la obtención del beneficio (del tipo que sea y a costa de quien sea) y su consecuente falta de interés, de amor para con el otro.

Vivimos en la sociedad de la ganancia y del interés, en la que todo gira en torno a la posibilidad de obtener un diferencial positivo de cada acción realizada. Esto es algo bastante obvio en la esfera económica puesto que está en la base del propio capitalismo. Este faro que ilumina todo el funcionamiento del sistema económico está íntimamente alimentado con el concepto de propiedad, puesto que para obtener una ganancia, un beneficio hay que poseer algo con lo que poder interactuar.

Lo lamentable es que esta forma de pensar la tenemos metida hasta el tuétano. La hemos aceptado y asimilado como si fuera algo natural. De este modo, ya no es posible (o casi, eso espero) concebir ninguna idea o propuesta fuera de ese marco mental. Por el contrario todo lo que aquí cabe es factible, deseable por nosotros. Así nos va.

Damos por bueno todo lo que ayuda a mantener en pie la posibilidad de seguir viviendo bajo esa premisa. El miedo a que, en algún momento, se disuelva la opción de obtener una ganancia (aunque sea en un plazo de tiempo más o menos largo) nos atenaza. Nos hace obedecer incluso en momentos en que esa obediencia nos condena a ser los eternos perdedores.

Porque seamos claros. Hay una enfermedad que está matando a miles de personas por todo el mundo. Desgraciadamente, nada nuevo bajo el sol. Pero bajo ningún concepto es más grave ni más mortal que muchísimas otras cuestiones (enfermedades o no) que matan a millones de personas cada año por todo el globo. Jamás se han tomado medidas tan drásticas ni tan severas contra ninguna de ellas.

Esto va más allá, mucho más allá, de la preocupación por la salud. No hay que ser muy avispado para ver que el control social, el sometimiento de la población va muy por delante de la salud.

Tal vez el hecho de que nos enfrentamos al final de una era (lo que no quiere decir que lo que está por venir sea mejor, de hecho, todo apunta a lo contrario) con la crisis climática; el agotamiento del modelo extractivo; la economía virtual sustentada en castillos de naipes y el absoluto desprecio por cualquier forma de vida, incluida la humana, hacen que la lucropatía (obsesión por la ganancia) imperante entre aquellos que tienen verdadero poder de decisión ponga en marcha todos los recursos de los que disponen para asegurar su parte del pastel.

El paradigma del beneficio se impone de nuevo. La acumulación de la riqueza en manos de unos pocos se acelera mientras se encargan de repartir las culpas del desastre sobre las personas. Individuos cada vez más aislados, más débiles pero que, a pesar de todo, mantienen la esperanza de volver a ser ganadores algún día y asumen su parte en este macabro juego.

Penden las cifras de enfermos y muertos sobre nuestras cabezas. Es una losa demasiado pesada como para no agacharla. Obedecer por miedo a perder (la vida, el trabajo, la familia, amigos…). Obedecer por no tener alternativas. Obedecer con la esperanza del algún día mandar.

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domingo, 4 de octubre de 2020

¿ESTADO FALLIDO? NI DE LEJOS


Todos los focos apuntando, escenario dispuesto con tropecientas banderas y sendos atriles. Entran los protagonistas principales de la representación y, nuevamente, asistimos a la reproducción de la enésima patochada del poder político.

A partir de ahí, corre como la pólvora (gracias a los medios de desinformación masivos) la idea de que estamos ante la imagen de un Estado fallido.

Me llega el mensaje, no vivo ajeno al mundo dentro de una burbuja de cristal. Me ilusiono, ¿y si fuera verdad? Tanto tiempo esperando a que aparezca esa ventana, esa grieta por donde entrar como elefante en cacharrería. No, no puede ser. Digo yo que algo hubiera notado. No sé si el mundo descomponiéndose a mi alrededor, pero algo sí.

En lo cercano, lo que se nota es más bien otra cosa. Sobre todo, miedo y resignación.

Mucha gente viviendo con mucho miedo. Miedo a la muerte retransmitida 24/7 por los medios. Haciendo imposible desplazarla de la mente de la población. Sobre todo, gente mayor que ha acabado por renunciar a casi todo lo que mantenía viva la llama (familia, amigos, actividades varias…) Miedo a lo queda por detrás de la omnipotente pandemia. Paro, hambre, vidas derruidas… Pero también veo resignación, mucha. Y ésta por parte de todos. La jodida resignación que parece acompañarnos durante toda nuestra vida pero con un matiz especial. Algo que la hace diferente. Tal vez sea que mucha gente de la que se creía a salvo, invencible en su status autoproclamado de clase media se siente amenazada por primera vez. Unos ven como han tenido que renunciar a las chucherías consumistas (viajes baratos revestidos de experiencias vitales, ocio nocturno de consumo sin fin…) O tal vez sea que, además, han empezado a verle las orejas al lobo y se están dando cuenta del lugar que ocupa cada uno en la lista de los prescindibles del sistema. Muchos se han dado cuenta que son carne de sacrificio si la oportunidad política lo requiere. O mejor dicho, si el beneficio económico así lo indica. Porque, nuevamente, la economía (la suya claro) está por encima de todo, incluso de la vida. Todas las medidas que se toman, se hace en base a criterios económicos, en base al beneficio de unos pocos. Sucede siempre. Hay que salvar la economía como sea, si por el camino mueren unos miles que más da, que así sea. Así ha sido siempre.

 

Estado fallido dicen. Menudos caraduras (o que grandes profesionales según como quieras verlo) El Estado funciona a toda máquina. Sigue legislando en beneficio de los suyos (un pequeño ejemplo aquí) y machacando al pobre, al trabajador (aquí, aquí)Sigue ostentando el monopolio absoluto de la violencia y no reparando en gastos ni acciones porque ya sabemos todos que al virus se le derrota a cañonazos con el ejército en la calle y la policía en plan comando. Por si fuera poco, mientras mantiene al personal preocupadísimo con sus disparates diarios, también en lo judicial van haciendo lo suyo (aquí y aquí) El Estado se mantiene en forma. Se siente tan fuerte que ya no se esfuerza en mantener la mascarada de social y de derecho. Es en estos momentos cuando se muestra sin reparos, sin fisuras. Mientras se suceden las payasadas políticas, el verdadero Estado, el que funciona sin distinción de quienes sean sus caras visibles, se mantiene con gran fortaleza y puño de hierro. Pese a lo que pueda parecer nada está fallando.

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martes, 1 de septiembre de 2020

OJALÁ SER LA CONSPIRACIÓN

En la última entrada publicada en el blog hay un comentario dónde me acusan de formar parte del engaño de la pandemia. Está publicado sin respuesta porque no sabía qué podía decir ante eso. Al parecer ahora todo es conspiración. Da igual cuál sea tu posición, formas parte de la conspiración.

Conspiración: entendimiento secreto entre varias personas con el objetivo de derribar el poder establecido.

Ahí me quedé pensando que ojalá hubiera una conspiración en el sentido estricto de la palabra. Me encantaría formar parte de ella. Es más, considero que es imprescindible a día de hoy si queremos que exista un mínimo futuro para lo que llamamos humanidad, debemos formar parte de esa conspiración. Hay que derrocar el poder establecido, sin excusas pero también sin margen de error. No podemos permitirnos caer en antiguos (o no tan antiguos) fallos, no se trata de sustituirlo, ni de asaltarlo ni de modificarlo. La esperanza sólo se transformará en posibilidad si lo erradicamos por completo. Y aun así…

Ya me gustaría formar parte de ese entendimiento secreto. Me conformaría simplemente con atreverme a tomar esa decisión si algún día tuviera la posibilidad y desprenderme así, con ese acto, de los temores cotidianos a los que estamos sometidos. Desearía tener la fuerza, la energía, el coraje y todo lo necesario para llevar a cabo la Conspiración, así con mayúsculas. Por el momento, a duras penas consigo mantener la cabeza fuera del agua. Apenas unos centímetros por encima de un lodazal en que ya casi no reconozco a nada ni a nadie y por el que me voy hundiendo junto al resto de mis congéneres. Esto es un sálvese quien pueda, o más bien y como siempre, un sálvense los ricos y poderosos y jódanse el resto. El problema ahora es que casi todos piensan como si fueran ricos, como si tuvieran algún tipo de poder sobre sus vidas. No se dan cuenta que el nivel del agua apenas les llega unos pocos centímetros más abajo que a los que lo tienen todo perdido.

A pesar de todo trato de mantener los ojos bien abiertos y la mente despejada no sea caso que la Conspiración pase cerca de mí y no la presienta y la deje escapar sin más. No podría perdonármelo, no podría mirar a los ojos de mis seres queridos sin sentir que los he traicionado, que los he vendido por un puñado de monedas.

Qué más quisiera yo que formar parte de la Conspiración.

Ojalá ser la Conspiración.


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viernes, 26 de junio de 2020

¿ES LA DEMOCRACIA UNA DISTOPÍA?

De forma recurrente hablo y, de vez en cuando, escribo sobre la necesidad de recuperar la utopía como elemento central en el pensamiento crítico. No sólo por la necesidad personal de cada cual de ir atisbando un horizonte hacia el que caminar, sino como contraposición a una realidad cuyos elementos se vuelven cada vez más distópicos, más inhabitables. Existen infinidad de esos elementos que nos afectan, que condicionan nuestra vida durante cada segundo de nuestra existencia. Y ante los cuales hay que empezar por resistir para poder existir. Sin embargo, hay un elemento que probablemente engloba a todos, o prácticamente a todos los otros, y que rara vez es situado en la lista de elementos distópicos, de aspectos sobre los que al menos es necesario reflexionar y poner en tela de juicio.
Este elemento es la democracia, sí la sacrosanta democracia.

La democracia es el marco en el que los miembros de las sociedades que se consideran a sí mismas como ideales, tenemos para desenvolvernos. Lo domina todo, incluido el lenguaje con el que formamos los conceptos, las ideas con las que performamos nuestras vidas. Utilizamos ese lenguaje para describir aquello que nos incomoda, que nos crea malestar, que nos oprime. También para delimitar aquello que anhelamos, a lo que aspiramos. De esta forma, sin darnos cuenta, se impone un modelo de vida que es incapaz de transgredir los márgenes que nos ofrecen. Se coloniza nuestro interior al mismo tiempo que esa colonización tiene su reflejo en el mundo exterior, donde la fuerza es utilizada de forma más o menos explícita, para imponer ese modelo basado en la libertad. Una libertad que como mucho es un mal sucedáneo del ejercicio de la misma. Una libertad que como todo en esta vida es definida dentro de los límites de lo democrático, es decir, de lo asumible.

A partir de ese momento, no es posible imaginar nada mejor que la democracia. Tal vez podamos imaginar cómo mejorar algunos aspectos concretos (eso que unos llaman regeneración democrática, otros tal vez lo llamen democracia digital, tal vez si siguiéramos buscando podríamos hallar docenas de denominaciones para otros tanto modelos de mejora democrática). Pero, desde luego, lo que no somos capaces de vislumbrar es un sistema superador de la democracia. Es posible que esto se deba a que tenemos la creencia, transmitida de generación en generación de que la única alternativa a la democracia es la dictadura y ésta es, sin duda, el peor de los males. No lo pongo en duda. No deseo una dictadura de ningún tipo a nadie. Ahora bien, eso no implica que le desee un sistema democrático. Porque como decía, no quiero dictaduras y las democracias no dejan de ser dictaduras sociales en las que se imponen, como siempre, los intereses de una minoría. Así ha sido desde su origen.
Siempre se habla de la democracia ateniense como el principio del sistema hace ya unos cuantos siglos. Pero ya en ese momento, el gobierno del pueblo no era más que el gobierno de los poseedores, de los propietarios, hombres. Ni mujeres ni esclavos.
Hasta llegar a nuestros días, la democracia ha ido variando, construyéndose siempre respondiendo a una correlación de fuerzas muy desiguales entre aquellos que poseían la riqueza y los que no. Siendo así, no es de extrañar que en cualquiera de las diferentes manifestaciones que la democracia ha ido mostrando siempre hayan respondido a los intereses de unos pocos.
Pero si algo confiere de forma definitiva esa pátina distópica a la democracia es su carácter omnipresente. Jamás ha habido un modelo de gobierno tan intrusivo como la democracia que pretende abarcar todos los aspectos de la vida. Pretende legislarlo todo hasta lo más íntimo. Y lo que es peor, siempre con criterios económicos. Siempre con el beneficio en mente. Esto la ha convertido en el sistema ideal para el desarrollo del capitalismo ya que ha conseguido que un modelo económico nacido para el beneficio de los Estados se haya convertido en un elemento autónomo situado por encima de los Estados mismos. Esto explica en gran medida el porqué de la supremacía del modelo democrático y de su incuestionabilidad.

Además, la democracia es considerada como un sistema moralmente insuperable ya que es ni más ni menos que la representación del interés popular. Aunque es evidente que la única representación existente es la de los intereses de aquellos que poseen la riqueza sigue siendo, aparentemente, irrefutable esta afirmación. Al fin y al cabo, el pueblo elige libremente a sus representantes así que no hay nada que objetar. Es tal su grado de perfección moral que continuamente se inician guerras alrededor del mundo en su nombre. Se trata de imponer la perfección del sistema allá donde todavía se muestren indecisos ante él. Por supuesto, es todo por el bien del pueblo aunque para ello haya que asesinar al propio pueblo. La democracia pretende ser el único modelo posible. Su democracia debe ser para todos, sin excepción.

Democracia o barbarie. Podría ser el eslogan de los tiempos y, no obstante, no parece que la barbarie haya desaparecido ni mucho menos en los países democráticos. Basta ver cualquier informe (o abrir los ojos a tu alrededor si no es que tú mismo la sufres en primera persona) escogido al azar del organismo oficial que se quiera sobre condiciones de vida para ver la lamentable situación en que se encuentran las sociedades democráticas. Sirvan como ejemplos los de EEUU, donde las desigualdades sociales y todo lo que conllevan son abismales o la propia España, donde la pobreza alcanza a un tercio del total de la población. Podríamos fijarnos en el acceso a la vivienda, o a la educación, o a la sanidad o cualquier otro parámetro que se nos ocurra para ver qué intereses defiende la democracia.


Tal vez no presente los niveles brutales de represión pura y dura de las dictaduras (cuyo recuerdo facilita mucho más la imposición democrática) pero de ahí a la perfección como sistema de organización social hay un abismo. Hay margen para poder, al menos, confrontarla, para incluir, al menos,  esta oposición en el marco de nuestra conciencia. Es posible que estos sean buenos tiempos para ello. Tal vez esta nueva normalidad de la que tanto hablamos incluya la posibilidad de responder a la pregunta que encabeza este escrito. En caso de una respuesta afirmativa, estaremos más cerca de nuestro sentir. Y eso sí que es moralmente positivo.
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lunes, 18 de mayo de 2020

OBEDIENCIA (Pequeños apuntes sobre Fromm y Milgram)

Obediencia: Acción de acatar la voluntad de la persona que manda, de lo que establece una norma o de lo que ordena la ley.
La obediencia está en la base de todo sistema social y, en consecuencia, en todo sistema de poder. Especialmente, desde que la coerción física y el sometimiento por la fuerza han pasado a un segundo plano en las actuales sociedades capitalistas. ¡Ojo! Han pasado a un segundo plano, no han desparecido. El matiz no es pequeño.
La obediencia tiene unas bases tanto individuales como sociales y consecuencias en ambos planos. En el plano individual, está la sumisión ideológica, la aceptación acrítica de la interpretación de la realidad que la autoridad (en el ámbito que sea) ofrece. Esto provoca la falta de responsabilidad personal sobre lo que se hace puesto que simplemente hacemos lo que el poder nos indica, por tanto, nada incorrecto. Probablemente, la obediencia es la conducta más reforzada durante la trayectoria vital del individuo. Es importante resaltar el principio de jerarquía, su necesidad modelada durante siglos hasta hacer prácticamente impensable un modelo social no jerarquizado. Esto entronca con las bases sociales de la obediencia. Fromm hablaba del carácter social como la estructura que caracterizaba a un grupo. Esta estructura mantiene el funcionamiento social una vez que todos los componentes del grupo han hecho suyo el deseo general (es decir, cuando los que ostentan los medios para ejercer el poder consiguen que todos hagan suyos sus deseos). En nuestro modelo social este deseo estaría representado por conceptos como consumo, crecimiento, productividad, competencia...
El propio Fromm distinguía dos tipos de obediencia. Por un lado, la Heterónoma (Sometimiento) que se da con respecto a otra persona. Por el otro, la Autónoma (Autoafirmación) que obedece los dictados de la propia conciencia, pero lo que consideramos como propio en la mayoría de las veces no es otra cosa que una extrapolación de las órdenes que emanan de la autoridad o de los principios morales que rigen en la sociedad. En ocasiones, sí existe esa conciencia libre de la lógica de premio/castigo tan característica del orden social. A este tipo de conciencia libre, Fromm la denomina humanística (frente a la autoritaria que es como denomina a la anterior) y la describe como surgida del conocimiento interior auténtico. Creo firmemente, que mayoritariamente predomina la obediencia autónoma autoritaria. Es aquello que siempre se dice de que somos esclavos sin darnos cuenta de ello porque pensamos que somos libres, que lo que hacemos es fruto de nuestra propia reflexión. Como si las elecciones que vamos realizando a lo largo de nuestra vida no estuvieran condicionadas por el entorno en el que vivimos, por la cultura predominante, por los recursos de que disponemos… pero obedecer no siempre es fácil, en ocasiones crea conflictos internos ante los que debemos desarrollar estrategias para defendernos, para sentirnos mejor. No queremos quedar fuera del grupo, ser marginados. Aunque duela es mejor eso que desobedecer porque esto sí implica irremediablemente decir adiós.

Sin duda, en el estudio de la obediencia uno de los experimentos paradigmáticos es el que realizó Stanley Milgram. Algunas de las principales enseñanzas que nos dejó este experimento son, sin duda, a tener muy en cuenta.
Lo primero que observó es que la conciencia deja de funcionar. Esto está en la base de la obediencia, se sustituye el pensamiento propio por el de la autoridad, cuando esto sucede, el pensamiento se transforma en acción. Algo parecido postulaba Fromm con su concepto de conformidad automática definida como la adaptación del sujeto a las pautas culturales para no sentirse diferente y solo. Al aceptar el pensamiento de la autoridad, automáticamente se abdica de cualquier tipo de responsabilidad. El cumplimiento de los mandatos de la autoridad hace que la responsabilidad sea para dicha autoridad. El hecho se percibe como mero espectador no como actor principal. Por tanto las consecuencias que se puedan derivar de nuestros actos no nos incumben, nosotros estamos haciendo lo correcto. Esto es fácilmente observable en el estilo de vida llevado de forma mayoritaria en las llamadas sociedades opulentas. Condenamos  a hambre y muerte a medio planeta, esquilmamos los recursos del planeta y lo enfermamos sin ningún rubor, sin apenas cargo de conciencia porque simplemente estamos haciendo lo que debemos hacer (trabajar y consumir). A esto se le añade, como observó Milgram, que el alejamiento de la víctima facilita la crueldad. En los momentos actuales, la distancia se ha vuelto ley y, probablemente, esta ley ha llegado para quedarse. Pero no debemos engañarnos, llevamos años alejados, aislados, confinados en nuestras propias burbujas. No conocemos a nuestros vecinos, en la mayoría de los casos ni a los que llamamos amigos, como para no sentirnos alejados de los miles de millones de humanos que habitamos el planeta. La tecnología nos ha acostumbrado a creer que somos sociales y empáticos mientras ha ido destruyendo todo rastro de sociabilidad y empatía. También la burocracia desplegada hasta el último rincón de nuestras vidas se ha convertido en una manera de relacionarnos con el mundo, despersonalizada, aséptica, sin implicaciones. Vivimos sin necesidad de implicarnos emocionalmente en nada, esa es nuestra forma de socializar. Así es muy sencillo mantenerse alejado del resto, ser crueles sin remordimiento alguno. Pero si alguna cosa está siempre presente en nuestras vidas es la autoridad y tal y como decía Milgram, es necesaria su presencia para reforzar la obediencia. La autoridad forma parte de nuestra vida: empieza en la familia, sigue en la escuela, en el mundo laboral, está presente en los medios de comunicación, fuerzas policiales y militares, instituciones médicas… La autoridad es omnipresente y esto refuerza la obediencia. Lo saben bien.
Milgram demostró lo peligroso de la predisposición a obedecer y cómo esto nos deja sin conciencia de lo hecho y sin responsabilidad por lo realizado. Concluyó que lo peligroso no era el autoritarismo sino el principio de autoridad en sí mismo. Sabias palabras en mi opinión porque no es necesario vivir en una dictadura declarada para comprender que la desobediencia se paga cara, muy cara y en todos los aspectos de la vida de la gente.
Desobedecer no es sencillo, requiere de muchos recursos personales atreverse a dudar de la autoridad, atreverse a situarse en el otro lado, en el lado en el que estás solo y fuera del círculo social, donde la culpa por no hacer lo que se espera de ti puede llevarte a lugares no deseados, donde sobreponerse a todo eso requiere de una voluntad muy grande y donde, además, estás expuesto a las consecuencias físicas de la desobediencia que van más allá de lo que somos capaces de imaginar la mayoría de las personas. Sin embargo y, a pesar de todo, la desobediencia es más necesaria que nunca. No se me ocurre mejor explicación que estas palabras que Fromm dejó escritas en su “Sobre la desobediencia civil y otros ensayos”:

“Si la capacidad de desobediencia constituyó el comienzo de la historia humana, la obediencia podría muy bien, como he dicho, provocar el fin de la historia humana”.
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martes, 12 de mayo de 2020

INTROSPECCIONES DESDE EL LETARGO


¿Sabemos escuchar nuestros sueños? Y en caso afirmativo, ¿somos capaces de vivir en consecuencia? Y lo más importante, ¿sabemos comprender lo hecho hasta la fecha e interpretarlo? 

Son cuestiones que, a priori, parecen alejadas de nuestro funcionamiento diario.  De esa rutina mecánica de la que no escapan ni esos supuestos momentos de ocio (opuestos al trabajo)  en que navegamos día tras día. Las necesidades que intentamos satisfacer a diario consumen nuestras energías. Sin embargo, necesitamos recuperar estos interrogantes, necesitamos ser honestos en sus respuestas porque si fuéramos capaces de todo esto, probablemente, estaríamos muy cerca del autogobierno personal y empezaríamos a estar listos, por tanto, para no ser gobernados por otros. No es tarea grata ni breve, pero es imprescindible. Debemos comprender que no somos burbujas aisladas del mundo que nos envuelve y condiciona pero la introspección y la honestidad son lujos de los que no podemos prescindir.
Sin duda, eso sería un paso de gigante hacia nuestra rehabilitación como especie, algo que hasta la fecha parece un imposible, una utopía sólo imaginable para unos pocos que nunca se resignaron a la degradación a la que nos ha conducido el abandono del conocimiento y su capacidad creadora y su suplantación por parte de la tecnología y su capacidad reproductora, replicando eternamente una visión distorsionada del mundo.
El endiosamiento de la tecnología ha supuesto una modificación absoluta de la dirección (amén de otros efectos perversos) del pensamiento humano. El conocimiento nos animaba a mejorar como personas, a posicionarnos de forma coherente en el mundo que habitábamos. En cambio, la tecnología nos ha hecho creer que somos seres omnipotentes, por tanto, ya no necesitamos mejorar al ser humano. Ahora, simplemente, necesitamos ir aplicando la solución tecnológica adecuada a cada circunstancia. Esto da a entender que el actual orden de cosas es absolutamente maravilloso y que lo siga siendo sólo depende de tomar las decisiones acertadas tanto a nivel individual como colectivo. Ahora lo que importa es mejorar la vida según los estándares vigentes (no se sabe la de quien) independientemente de la calidad humana de esos sujetos vivientes. Ahora, más que nunca, la tecnología se ha puesto en primera línea de combate como elemento redentor de la humanidad. Si seguimos esa vía, lo pagaremos caro.
Este cambio de dirección en el pensamiento ha supuesto de facto la muerte del pensamiento, al menos de ese pensamiento crítico tan necesario para poder formularnos las cuestiones de las que parte este escrito y sus posibles respuestas. De esta forma es como todos estos interrogantes se han ido convirtiendo en abstracciones cada vez más alejadas de nuestra realidad hasta prácticamente desaparecer de nuestro horizonte intelectual y transformar sus significados en nuestro vocabulario habitual. Y como siempre sucede, lo que no se nombra no se piensa y lo que no se piensa, no existe. La necesidad del pensamiento crítico también se observa en lo imperioso de cuestionar (contrastar con otras personas) también ese conocimiento al que podemos acceder y que nos hace evolucionar/mejorar como humanos. Esto es imprescindible ante la ingente cantidad de ruido (que tratan de colar como conocimiento e información) lanzado sobre nosotros y la velocidad a la que es posible asimilar y responder todo esto. Nos han creado la ilusión de tener al alcance de la mano todo el conocimiento en el mundo.
Estamos en un momento aletargado de nuestra vida, para bien o para mal, debemos aprovecharlo. Cuando te detienes, puedes observar y reflexionar sobre ello. Sobre todo, puedes observarte y hasta tener el valor de admitir que no te reconoces en tu forma de vivir. Puedes conversar, pensar, planear, soñar, escuchar, comprender,  tomar decisiones, amar…  vivir. Todo acciones consideradas peligrosas para el buen funcionamiento social y por ello, imprescindibles ahora mismo.
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lunes, 27 de abril de 2020

LA DISCIPLINA SOCIAL SE ALIMENTA DE DATOS

La disciplina se define como el conjunto de reglas de comportamiento para mantener el orden y la subordinación entre los miembros de un cuerpo o una colectividad en una profesión o en una determinada colectividad.
Creo que esa definición lo dice todo: orden y subordinación.
En lo social, la disciplina es la fuerza que regula la sociedad. La disciplina social se puede definir como el acatamiento cotidiano al conjunto de reglas para mantener el orden y la subordinación a las normas (legales y morales) entre los miembros de un grupo social. Es la adhesión a normas que garanticen la convivencia. Es decir, el respeto de la Ley. También es la adecuación del individuo al medio social. Parte del proceso de socialización consiste en adquirir conciencia de las obligaciones para con el grupo o sociedad y en la práctica de esas obligaciones para adaptarse a ella. La disciplina social se empieza a construir en el seno de la familia durante los primeros años. El proceso continúa en la escuela y se sigue dando en el resto (y a través de) el resto de instituciones.
Esa disciplina se alimenta de datos. Lo vemos todos los días en esta especie de estado de alarma en el que nuestras vidas han quedado suspendidas.
Muertos, infectados, recuperados, porcentajes… Por país, por región, por municipio… por escalera de vecinos si pudiéramos obtenerlos. Los datos ofrecen certezas, para bien o para mal. Es algo a lo que agarrarse, proporciona una justificación racional frente a la otra cara de la moneda: el miedo. Porque los datos en sí, son meros números pero la utilización que se hace de ellos siempre tiene un propósito. Los datos aportan información y de siempre se ha visto que quien domina la información adquiere una gran ventaja. Los datos los manejan unos pocos pero sus consecuencias las sufrimos todos. El Estado y las grandes empresas manejan los datos, no sólo los controlan sino que los fabrican a su antojo. Nos ofrecen aquellas versiones que interesan a sus proyectos. Incluso nos enseñan cómo debemos reaccionar ante ellos. El fin de todo ello, es alcanzar el objetivo antes mencionado: orden y subordinación. Es decir, que nos mantengamos siempre abaja, siempre agradecidos al poder por protegernos y velar por nuestros intereses.

A día de hoy, podemos ver la ansiedad de millones de personas a la espera de nuevos datos a cada instante. La visceralidad con que se reciben esos datos y, a pesar del teatro político (una patraña que como siempre sólo sirve para mantener alerta al rebaño) la convicción mayoritaria de mantenernos obedientes. Dispuestos a delatar ante las autoridades a cualquiera que no comparta nuestro miedo y decida actuar de otra forma.

Llevamos toda la vida entrenándonos en la recepción acrítica de datos y en la sumisión a las consecuencias que el poder nos indica sobre esos datos.
  
Los datos están por todas partes. Vivimos en un mundo donde todo se reduce a cifras, incluso las personas. Desde que el dinero y la propiedad privada son los pilares fundamentales del orden social, las personas nos hemos convertido en números, en meros apuntes contables. Lo hemos aceptado e interiorizado y dejamos que nos traten y nos usen de esta forma. Así, la estadística (esa rama de las matemáticas que utiliza los datos para obtener inferencias) se ha convertido en la forma habitual de referenciar cualquier situación social y, por tanto, la mejor forma de mantener el espejismo de este mundo insostenible.
Llevamos toda la vida atendiendo a los datos de empleo y ausencia de él, a los sube y baja de la bolsa, a los datos demográficos, a los salariales, a los índices de precios de cualquier cosa, a los de jubilación y esperanza de vida, a los escolares… Nos hemos especializado en actuar en función de un sinfín de datos que nos proporcionan la certeza de saber en qué posición de la escala social nos encontramos y en cómo debemos actuar para ascender y no caer en el abismo de los que tienen peores números que nosotros.

Pero no sólo sirven para estas justificaciones sino que los datos tienen un uso todavía más perverso. Esa cara oculta que produce verdadero pavor y fortalece esa disciplina social.
Los datos determinan lo normal y, por tanto, establece las bases para la norma. Esto significa que se utiliza para determinar qué principios se imponen o se adoptan para dirigir la conducta o la correcta realización de una acción. Así, la estadística, justifica nuevamente la imposición de criterios de control y selección social. Esto se puede ver en cualquier ámbito de la vida. En el ámbito de la educación, el criterio estadístico sirve para etiquetar (con su consecuente estigmatización) a cualquier joven en función de unos criterios establecidos única y exclusivamente para hacer prevalecer una estratificación social y un sistema de organización social firmemente asentado sobre la base de cada cual ocupe el lugar que tiene asignado. De esta forma, la estadística predice, señala y confirma el destino de cada uno a través de la constante reducción a factores numéricos de la compleja vida de cualquier joven. En el ámbito de la salud, los datos determinan quién tiene derecho a recibir un tratamiento y quién queda desahuciado. Determina quién debe ser considerado como sujeto de riesgo en función de si cumple con los criterios establecidos para actuar en consecuencia. Especialmente, en lo tocante a la salud mental (extendido a todo ese universo de las llamadas ciencias psi) es donde se manifiesta en toda su plenitud el factor estadístico. Permite clasificar a todos los sujetos en categorías, muchas veces totalmente inventadas con el único propósito de patologizarnos; la desfachatez llega al punto en que para decidir si uno sufre alguna enfermedad de este tipo se basan en una simple cuestión de número: si se cumplen un porcentaje aleatorio de criterios estás o no enfermo. También en lo social muchas veces se impone el criterio estadístico. De esta forma se decide quién puede recibir la limosna del Estado o quién debe acudir directamente a la caridad religiosa. Se decide quién está en riesgo o no, o quién es apto para la vida en sociedad y quién no.


Todo se reduce a una cuestión numérica porque en eso nos hemos convertido. Esos números nos definen, nos catalogan y nos ubican en el lugar que nos corresponde. A través de este tratamiento estadístico se obtiene la uniformidad social y la estratificación bien definida que todo Estado necesita para su buen funcionamiento democrático. Es decir, que las ovejas sigan obedeciendo al pastor y que las que no lo hagan sean tratadas como lo que son: descarriadas y, por tanto, abocadas al ostracismo y finalmente, al matadero. Los datos alimentan la disciplina social, la nutren y la engrasan para su buen funcionamiento. Conocer los datos nos da la certeza de saber hacia dónde quieren que nos dirijamos y, por tanto, nos indica cómo debemos actuar. También acrecientan nuestros miedos. Miedo a quedar excluido, miedo a ser diferente a no pasar inadvertido, miedo a sufrir las consecuencias, miedo a morir en vida. Frente a esos miedos, la subordinación, la sumisión y el mantenimiento del orden aparecen ante nuestros ojos como la mejor opción para mantenernos en pie. Lamentablemente, no parece que seamos conscientes de que mantenerse en pie en este lodazal en el que vivimos nos conduce inevitablemente al agujero infecto en el que es imposible desarrollar nada mínimamente humano. 
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martes, 14 de abril de 2020

HACIA UNA NUEVA NORMALIDAD

Desde hace unos días se repiten los mensajes de políticos y demás ralea acerca de recuperar la normalidad. Pero no una normalidad cualquiera, no. Una nueva normalidad que requerirá de un esfuerzo titánico (con todo lo que eso suele implicar) por parte de todos porque al parecer ya nada será como antes.
Mucha gente, ingenuamente a mi parecer, cree que algo mejor está por venir. Se basan en la idea de que todas vamos a salir “mejores personas” de esta terrible situación. Y lo creen porque se encargan a cada instante de recordarnos como la solidaridad se ha apoderado de la población y que eso, esa ola solidaria, ya no podrá detenerse. Por fuerza nos conducirá a una normalidad más amable, más humana. Pura propaganda para espíritus reblandecidos por el confinamiento y la melancolía producida por todo lo que ha dejado de ser posible.
La normalidad es la cualidad de lo que se ajusta a la norma. Lo que es normal es su base constituyente. Y esto, la norma, es precisamente lo que ninguno de nosotros podemos elegir, podemos decidir. Porque para que fuera posible una nueva normalidad es imprescindible que haya una nueva norma y eso no va a suceder. Las normas las dictarán los de siempre, los que no tienen la más mínima intención de cambiarlas.
La normalidad se basa en la necesidad de trabajar para poder vivir de la inmensa mayoría de la población mientras unos pocos disfrutan de la ganancia que esos trabajos producen.
La normalidad se basa en la necesidad de consumir porque es la única vía libre que nos han dejado para que esta vida normal merezca la pena ser vivida según sus mismos criterios. Si no puedes consumir, no mereces formar parte de la normalidad.
La normalidad se basa en explotar uno tras otro, o todos a la vez, todos los recursos naturales (incluidos nosotros mismos) para mantener ese nivel de consumo imprescindible para que nos consideremos suficientemente valiosos.
La normalidad se basa en la aceptación de la delegación como método de gestión de todo aquello que nos concierne.
La normalidad se basa en la creencia de que lo justo y lo legal son una misma cosa sin cuestionarnos ni por un momento quién hace esas leyes y con qué finalidad.
La normalidad se basa en la necesidad de que el monopolio de la violencia esté en manos ajenas que se presuponen neutrales y que sólo desean el bien común.
La normalidad se basa en mil y un aspectos que en ningún momento han sido cuestionados radicalmente. En el mejor de los casos, es probable que los pequeños matices puestos en tela de juicio sean absorbidos y maquillados por el sistema, tal y como siempre lo ha hecho tras cualquier tipo de crisis. En el peor, saldremos de esta aceptando recortes a nuestros derechos y libertades en favor de un mayor control y seguridad.
Porque si alguien va a salir beneficiado al final de todo esto será el Capital y, por encima de todo, el Estado que está recuperando una centralidad en el tablero de juego que había ido perdiendo en esta fase de Capitalismo globalizador.
Desde luego, los perdedores seremos los de siempre. Me temo que lo que tendrá de nuevo la normalidad que se acerca es la interiorización del miedo, de eso que ha sido llamado distanciamiento social. Dirán que es por nuestro bien, por nuestra salud, por el futuro de nuestros hijos. Conseguirán que seamos nosotros mismos los que nos encarguemos de que esto sea así (sólo hay que ver el fenómeno de la policía de balcón) Pero lo cierto es que una sociedad basada en el distanciamiento social es humana y políticamente invivible, inhabitable.
Sin el esfuerzo consciente de muchos, seremos atomizados hasta desintegrar cualquier opción de mantener vivos los lazos emocionales sobre los que desarrollar un verdadero ataque a los grandes mecanismos de reproducción y conservación social. Eso es, las instituciones y los mecanismos a través de los que se destilan los valores dominantes y se inocula su reverencia.
Cuando todo esto sauceda debemos ser capaces de mantener en pie la capacidad de amar, de pensar, de decir y, sobre todo, de actuar en consecuencia. No debemos refugiarnos en pequeños lugares seguros. En burbujas que nos insuflan una falsa sensación de seguridad, ni en esa red omnipresente por muy intolerable que nos puede parecer lo que nos rodea. Justo esa reclusión, es la condición necesaria para seguir formando parte de su normalidad.

La tarea a la que se enfrenta cualquier persona que ansía una vida fuera de los parámetros establecidos es enorme. Luchar para que su nueva normalidad no cristalice pero también, para que la vieja normalidad no vuelva jamás. Desatar toda la potencia de resistencia al tiempo que la creatividad ocupe el lugar que le corresponde no es tarea fácil. Es tarea imprescindible.
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jueves, 2 de abril de 2020

SOCIEDAD DE TRABAJADORES SIN TRABAJO

A medida que las crisis se suceden y los Estados del Bienestar se van desmoronando, van dejando al descubierto sus innumerables fraudes y estafas. Esto deja vislumbrar un futuro (espero que no muy lejano) enfrentamiento entre los que, a pesar de todo, prefieren la falsa seguridad del orden establecido y los que comprenden o empiezan a intuir que la vida es otra cosa y, por tanto, debe discurrir por otros cauces todavía por construir.
De nuevo estamos en medio de una crisis, sanitaria esta vez. Sin duda, terrible pero no más que cualquiera de las que ya han pasado o de las que están por llegar. En esta crisis hay muchas víctimas, demasiadas. Las primeras y las más dolorosas, los fallecidos y el rastro de dolor que dejan en sus seres queridos. Pero también todos aquellos que caminaban sobre la línea fina de la supervivencia y que, una vez más, se ven empujados a la miseria y a depender de la solidaridad/caridad para seguir a flote y no perder el rastro de la vida.
La crisis se ha convertido en el estado natural de la sociedad en los últimos tiempos. Su gestión, en la manera habitual de gobernar. Vivimos en un estado de excepción permanente porque este orden social no tiene otra forma de mantenerse mas que gestionando la miseria, producto de la crisis permanente que representa el Capitalismo.
Un aspecto fundamental de esta crisis permanente tiene que ver con el trabajo. Esto lo estamos viendo en la actualidad con una buena parte del trabajo suspendido y, por consiguiente, cientos de miles de personas expulsadas de sus puestos de trabajo y otras tantas impedidas para hacerlo de manera informal (puesto que ya habían sido expulsadas del mercado con anterioridad o jamás se les ha permitido ingresar en él). Esto no es algo exclusivo del momento actual.
Desde hace décadas se viene advirtiendo de la progresiva pérdida de empleos debida a diversos factores. Esto ha llevado  la proliferación de un cada vez mayor número de empleos sin finalidad alguna y a la precarización de la inmensa mayoría de puestos de trabajo y, por ende, la vida de millones de personas. El trabajo se ha desligado de la necesidad de producir mercancías (más o menos necesarias). Hoy en día, tiene más que ver con las necesidades político-ideológicas de tener el máximo posible de consumidores disponibles. En definitiva, se trata de mantener a flote, cueste lo que cueste, el orden basado en el trabajo.
Aquí está la clave, el orden del trabajo es el orden del mundo. La nefasta necesidad de “ganarse la vida” está en la base de un mundo jerarquizado donde trabajo o muerte (física, social, moral) es la única disyuntiva para millones de seres humanos.
No hay alternativas, prácticamente todas las posiciones políticas han puesto la idea del trabajo en su centro teórico hasta convertirlo en una especie de destino natural del ser humano. Ahora, de nuevo golpea  la crisis y de nuevo se legisla en favor de los favorecidos, de los que nunca dejan de ganar. Oleadas de despidos se suceden por todos lados por mucho que digan los políticos de distinto pelaje. Otra vez vamos a pagar los mismos, los que pagamos siempre, los que nunca dejamos de hacerlo.
Nos estamos convirtiendo en una sociedad de trabajadores sin trabajo. Y eso nos convierte en prescindibles, como bien saben desde hace muchos años millones de personas alrededor del globo.

Vivimos tiempos de inmediatez, sin embargo, puede ser el momento de vislumbrar otros órdenes del mundo porque más pronto que tarde el orden del trabajo ya no será válido y ahí, justo entonces, existirá una oportunidad para ese enfrentamiento del que hablaba entre los que desean las seguridad del Orden vigente y los que no. Más vale estar preparados para cuando debamos elegir. No nos podemos permitir el lujo de equivocarnos de bando, otra vez no.
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domingo, 22 de marzo de 2020

EL FUTURO YA ESTÁ AQUÍ


A pesar de las duras circunstancias que estamos viviendo (y lo que nos queda) y de que nadie sabe a ciencia cierta el qué, el cómo y el porqué de lo que está pasando; si parece que van delimitándose ciertas coordenadas y parámetros de lo que será. Tal vez algo borrosos a causa del temor con el que vivimos está situación.
Antes de la pandemia, parecía bastante clara la imposibilidad de seguir adelante con la lógica devastadora del capitalismo. Ahora, aunque en un momentáneo segundo plano, la realidad sigue siendo la misma. Deambulamos como depredadores por un mundo de recursos menguantes como si no hubiera mañana. Lo hacemos sin la más mínima conciencia de este hecho, concediendo el privilegio a unos pocos de dirigirnos al cataclismo. A pesar de todo, no es tan fácil dirigir a sociedades acostumbradas a la inmediatez, a la satisfacción a través del consumo, a la identificación absoluta con la dictadura del salario. No es fácil porque esto se acaba, al menos para la inmensa mayoría, y lo que viene no puede ser asimilado sin más.
Los poderosos necesitan planificar el futuro para seguir controlando la situación. Para ello, deben modificar con urgencia el imaginario colectivo de lo que ellos llaman democracia. Necesitan transformar el orden social y adaptarlo a una realidad cambiante para asegurar que nada cambia. Y necesitan hacerlo saliendo, por supuesto, reforzados y vencedores, idolatrados por las masas para perpetuar al sistema.
Cualquiera que haya pretendido o pretenda cuestionar el modelo social que rige nuestras vidas, vive el aislamiento de esa sociedad en primera persona. Sabe lo duro que es y lo fácil que resulta sucumbir. Si esto sucede la sumisión es total. Ahora, todos estamos aislados y la sumisión se acelera.
En estas circunstancias y amparados por el sagrado “bien común”, el Poder despliega dos de sus tentáculos más poderosos buscando sentar las bases de ese orden social renovado que necesita para el futuro inmediato.
La manipulación psicológica está haciendo que amemos a los que nos explotan gracias a sus pequeños gestos de caridad, que vitoreemos a los que hasta ayer nos golpeaban cuando defendíamos nuestros derechos, que adoremos a los que nos han robado hasta el último céntimo desde sus poltronas. Y no sólo eso, están consiguiendo que nos identifiquemos con ellos y ejerzamos de policías sin placa. Estamos cavando nuestra propia tumba.
Pero también necesitan ejercer la coerción pura y dura. Han militarizado las calles por nuestro bien, se intensifican los métodos de vigilancia, se acentúa la brutalidad y la impunidad campa a sus anchas.
Mención especial merece la combinación de ejército y servicios sociales que se está empezando a gestar. Tal vez esto sea el futuro, la gestión de la miseria imperante a través de una burocracia de lo social que define con criterios arbitrarios quién merece vivir y quién no. Una fuerza militar a pie de calle para dar salida a esas decisiones y aplacar cualquier atisbo de disidencia.

Mientras tanto, el resto atrapados en una vida compuesta de trabajo y hogar (ambas cosas en claro descenso) aislados del mundo que les rodea. Al menos, hasta que alguien decida que, simplemente, ya no eres necesario.
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miércoles, 18 de marzo de 2020

AMAR RADICALMENTE


Hace unos días compartía por redes sociales un breve fragmento de La palabra como arma escrito por Emma Goldman y que decía lo siguiente:

            “El hombre ha podido someter los cuerpos, pero ni todo el poder
            en la Tierra ha sido capaz de someter al amor.

Este fragmento está inscrito en el capítulo sobre Matrimonio y Amor. Sin embargo, creo que tiene una carga de profundidad demoledora que va mucho más allá de cualquier temática concreta. En mi opinión, es la razón última por la que a lo largo de la historia de la humanidad, ningún jefe, cabecilla, rey, gobierno o el cargo que sea que haya detentado el poder, por inmenso que haya sido, ha podido jamás extinguir las ansias de libertad, la extrema necesidad de poner el amor, en el más amplio de los sentidos, por encima de los intereses de cualquier minoría por muy privilegiada que ésta sea.
Ese sentido amplio del amor que abarca la fraternidad, la solidaridad, el deseo de bienestar, en definitiva, la libertad. Esa libertad que sólo puede ser real cuando es colectiva, cuando traspasa lo individual y abarca lo común. Es un espejismo sentirse libre en una sociedad oprimida, sometida al imperio del salario y el capital. Es en este amor radical en el creo como base de cualquier posibilidad revolucionaria.

Pero no creo que debamos confundirnos.
En estos tiempos de confinamiento y miedo inoculado, se suceden pequeñas muestras de ese amor radical entre iguales, pero quedan siempre sumergidas en la maraña de un individualismo egoísta, de un sálvese quien pueda fruto de una desconexión propiciada e inducida durante décadas por un sistema que necesita del aislamiento social para mantener su hegemonía. De un modelo que requiere de la desaparición por todos los medios de ese amor radical sustituyéndolo por ese otro, hijo bastardo de los tiempos que vivimos, basado en la necesidad de ser reconocidos, de sentirnos aceptados, incluidos en lo que sea. Un amor carente de compromiso y de esfuerzo que es precisamente lo que confiere esa radicalidad que de verdad permitiría dar un vuelco a este absurdo modo de vivir.

Mucha gente está ansiosa por creer, necesitan creer en esas pequeñas muestras de humanidad que se suceden fruto de las actuales circunstancias. Llenos de buenas intenciones están convencidos de que cuando todo esto termine, nada será igual. Yo también lo creo, aunque dudo que tengamos la misma visión sobre el futuro. La mía no es nada idílica, más bien todo lo contrario.

Más allá de las cuestiones de salud (sobre las que nada tengo que decir, sólo que os cuidéis y hagáis lo que creáis conveniente) los Estados están utilizando este momento para ir perfilando el futuro, para ir ensayando las diferentes versiones de lo que está por venir. Tal vez ahora mismo no esté en primer plano pero la insostenibilidad del modelo capitalista sigue estando ahí y lo saben. Saben que el estado de alarma o como quieran llamarlo será cada vez más habitual. De hecho, los gobiernos han adoptado como su forma habitual de funcionamiento la gestión de la crisis permanente, sometiéndonos a la excepcionalidad constante, convirtiéndola así en la norma. De esta forma, la crisis es continua y su gestión imprescindible. En nombre de esta constante urgencia el poder encuentra mil y una oportunidades para reestructurarse y poder modificar sus mecanismos de control una y otra vez mientras la mayoría espera la llegada de mejores tiempos. Tiempos que nunca van a llegar.

Militarización de las calles, estado policial donde unos denuncian a otros adjudicándose el papel de policías y reclusión forzosa mientras dictan leyes por el bien de la nación (que como siempre son unos pocos) y todos a batir palmas hacia el Gobierno. Y cada vez el Estado sintiéndose más imprescindible en el corazón de la gente y cada vez la posibilidad de sentir y vivir el amor radicalmente más lejos.

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jueves, 13 de febrero de 2020

DESBORDAR LO GESTIONABLE

Una de las definiciones que ofrece la rae de gestionar es la de ocuparse de la administración, organización y funcionamiento de una empresa, actividad económica u organización.

Es un término que, evidentemente, proviene de la esfera económica, del mundo jurídico-empresarial que se ha instalado en todos los ámbitos de nuestras vidas, de tal manera que ya forma parte fundamental de nuestro quehacer diario.

Todo es susceptible de ser gestionado, todas las personas somos susceptibles de ser gestionadas (incluso de autogestionarnos) Cualquier concepto que consigamos pensar es gestionable: personas, conflictos, relaciones, emociones, entorno, tiempo, migraciones… Nada ha conseguido escapar al poderoso influjo de la mercantilización. Todo es un producto, todos lo somos. Los grandes gurús, encumbrados como la voz de sus amos, nos alientan a que seamos buenos gestores. Todo esto sucede porque hasta el último rincón de nuestra vida ha sido conquistado por la megamáquina capitalista y convertido en simple producto.

Ya no se afrontan conflictos ni retos, se gestionan. Ya no se reclama ni se confronta, se gestiona. Ya no se sufre ni se ama porque ahora las emociones se gestionan. Todo se ha convertido en una maldita burocracia individualizada.

Los gobiernos han adoptado como su forma habitual de funcionamiento la gestión de la crisis permanente, sometiéndonos a la excepcionalidad constante, convirtiéndola así en la norma. De esta forma, la crisis es continua y su gestión imprescindible. En nombre de esta constante urgencia el poder encuentra mil y una oportunidades para reestructurarse y poder modificar sus mecanismos de control una y otra vez mientras la mayoría espera la llegada de mejores tiempos. Tiempos que nunca van a llegar.

Lo lógico sería pensar que la crisis es el fracaso del sistema, es decir, lo que vivimos en la actualidad no sería otra cosa que la gestión sin fin de un derrumbe que nunca acaba de llegar pero que no podemos (¿queremos?) evitar porque, en última instancia, la lucha siempre acaba siendo por ver qué forma de gestionar es mejor. Porque hemos perdido la capacidad de imaginar siquiera algo diferente.
Hemos adoptado el vocabulario del enemigo y lo hemos interiorizado hasta hacerlo nuestro. Con ello, hemos aceptado su marco conceptual, su lógica de razonamiento, la del beneficio económico. Somos parte de él, jugamos en el mismo equipo.


La única opción es desbordar lo gestionable, imposibilitar su forma de gobernarnos, de dominarnos. Hacer impensable la neutralización de conflictos, de posibilidades de cambio. Romper el marco teórico que constriñe todo cuanto sucede a día de hoy para poder así negar la gestión. Porque, en última instancia, negar la gestión es negar la posibilidad de ser gobernados. Es abrir la puerta hacia un nuevo horizonte.

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lunes, 3 de febrero de 2020

LA IMPRESCINDIBLE CURIOSIDAD

El tema de la educación vuelve de nuevo a la palestra como no puede ser de otra manera. Es una cuestión primordial tanto para los que pretenden perpetuar el orden social, como para los que tratan de subvertirlo desde la convicción de que un individuo formado e informado será más proclive a luchar por otra forma de vivir más justa con todos y para todos. Para mí, es una cuestión recurrente en mi vida, tanto en lo personal como padre, como en lo profesional donde colateralmente me veo involucrado en el asunto. En otras ocasiones he reflexionado sobre el sistema educativo pero ahora necesito hacerlo sobre algo más particular. Más allá de sistemas de enseñanza y alternativas varias me interesa la cuestión de cómo el Estado, el Poder se ha otorgado el derecho de educarnos y nos ha impuesto la obligación de ser instruidos. Si pensáis que esto es un alegato pro pin parental, estáis perdiendo el tiempo. Ahora bien, más allá de los delirios criptofascistas, la cuestión da para darle una vuelta. No se trata de establecer la propiedad de los hijos, la sola premisa de establecer la propiedad de un ser humano me parece aberrante. Se trata de vislumbrar la ruindad que supone delegar en el Estado, en el Poder con mayúsculas en última instancia algo que a priori parece fundamental.

Si algo tengo claro es que el ser humano es curioso por naturaleza. Desde el primer momento es algo que nos define. Basta pasar tiempo con niños pequeños para observar esto. Esta curiosidad nos lleva inevitablemente a aprender. Por tanto, aprender forma parte de nuestro ser. Sin necesidad de caer en esencialismos, se puede decir que aprender forma parte importante de lo humano.

Sin embargo, parece que esta curiosidad innata no es ni de lejos suficiente para aprender todo lo que necesitamos saber. Al menos eso opina el Estado que es el que decide el qué, el cómo y el cuándo debemos aprender. Así al menos veo yo el sistema educativo más allá de grandes profesionales que se esfuerzan cada día en poner por delante los intereses del alumnado a los objetivos del sistema de enseñanza. La realidad escolar se esfuerza en remarcar cada día donde reside la fuente del saber. Aprender es algo que nos permite la institución educativa, ya no es una cuestión natural. Todo saber extraoficial no tiene ninguna validez. La titulación es lo único que certifica tu conocimiento. No eres nada sin un certificado expedido por la autoridad. La escuela se convierte en el gestor de la sabiduría, nada escapa a su control. Es la encargada de la distribución de méritos entre el alumnado, méritos que marcaran el devenir de cada uno en un sistema altamente estratificado. Es obvio que no sirve (ni jamás lo ha pretendido) para alcanzar los peldaños elevados de la escala social pero a pesar de todo, continúa siendo válido para tratar de subir algún pequeño peldaño social. La titulitis es una plaga del siglo XXI y muchos son los que la padecen al tiempo que sufren en sus propias carnes la decepción de las promesas incumplidas.

Como decía al principio, nos obligan a instruirnos, no a poder educarnos, sino a instruirnos. Nos necesitan de esta manera y así es como lo hacemos todos sin excepción. Es la forma más rápida y segura de aprender que no somos capaces de gestionar nada ni siquiera algo tan innato como la curiosidad y el aprendizaje sin una autoridad externa que nos dirija. Y así andamos, con la curiosidad muerta y asintiendo a izquierda y derecha según les convenga.

Afortunadamente, siempre hay excepciones. Luchas, esfuerzos e interés en que las cosas sean de diferente manera. Eso es indiscutible aunque sea muy difícil realizarlo tanto desde dentro de la institución como desde fuera. Por suerte (creo) la escuela no es la única vía de aprendizaje y socialización. Aunque las otras (familia, iguales y medios de comunicación) no son garantía de nada. Están tan inmersas en la sociedad como la escuela y, por tanto, forman parte de la misma unidad que reproduce generación tras generación el mismo patrón social.

La cuestión es cómo conjugar nuestras ganas de aprender, nuestro espíritu curioso con la necesidad de saber movernos en un mundo en el que no estamos solos y que se mueve a una velocidad de vértigo con unos condicionantes cada vez más extremos para la supervivencia. Y cómo hacerlo sin la necesidad de una autoridad ajena que nos dirija en cada momento. Combinar ambas vertientes parece difícil en una sociedad depredadora que no mira atrás y cuya máxima es seguir reproduciéndose hasta la extinción. Pero mantener la curiosidad es imprescindible para pensar siquiera la utopía. Para ser capaces, al menos de visualizarla, de acariciarla en nuestro interior. Sin esa íntima percepción, no hay nada que hacer.

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lunes, 20 de enero de 2020

IMPOTENCIA: lo sabemos todo, pero no podemos nada.

Esta sentencia resume perfectamente lo que cualquiera puede observar en su quehacer diario. Medios, redes, vecinos, amigos, compañeros… todo el mundo maneja las claves de todo tipo de información y conocimiento. Recibimos constantemente el mensaje de vivir en una sociedad donde la información está al alcance de la mano, tenemos millones de datos disponibles, de historias, de noticias, informes… al alcance de un solo clic, cualquiera diría que estamos en condiciones de conocerlo todo. A la vista de la proliferación de opinadores totales que aparecen en medios y redes sociales, es evidente que mucha gente cree saberlo todo o, por lo menos, todo lo necesario para ofrecer su visión del mundo y de la vida. A todo eso, hay que añadir la credulidad imperante y el poco análisis crítico que existe entre su audiencia (una gran mayoría) nos vemos abocados a un descorazonador panorama que se resume en la sentencia citada en el título: lo sabemos todo, pero no podemos nada. Y la vida sigue empeñada en demostrarnos que no somos capaces de variar ni un ápice. Hemos interiorizado de tal manera la delegación que ya no vemos posible una correlación entre lo que sabemos/conocemos y lo que podemos llegar a hacer con ello. Esto nos lleva hacia un futuro más que incierto en el que parece que sólo haya dos vías posibles: apocalipsis con todo lo que eso implica o solucionismo.

La primera vía nos conduce al autoritarismo de manera directa. Sea en forma de lo que se denominan ecofascismos o no, lo cierto es que el sometimiento de las poblaciones será cada vez mayor (siempre por nuestro propio bien, por supuesto) Sin descartar que esto suceda hasta por aclamación popular.

La segunda vía es la que más me interesa, no porque la comparta sino porque es la que parece imponerse en la izquierda (signifique esta palabra lo que signifique) y los movimientos alternativos.

El solucionismo es un término acuñado en un primer momento por Evgeny Morozov que lo define como la ideología que legitima y sanciona las aspiraciones de abordar cualquier situación social compleja a partir de problemas de definición clara y soluciones definitivas. En palabras de Marina Garcés, representa un saber que no quiere hacernos mejores como personas/sociedad, no creemos en ello porque lo sabemos todo y, a pesar de eso,  no podemos o no somos capaces de hacer nada. Esto genera un impotencia que nos lleva a desear y esperar soluciones/privilegios aquí y ahora.

Simple y llanamente, consiste en mejorar las posibilidades de una huida hacia adelante sin salirnos del paradigma dominante, sin abandonar esos lugares comunes que son el crecimiento y la productividad mil veces redefinidos y revestidos con diferentes capas pero que siempre encierran la misma lógica: la del capital. Esta huida se ve y se seguirá viendo reflejada en las diferentes alternativas, siempre capitalistas por mucho que las acompañen de adjetivos tan estupendos como colaborativa, social… a la crisis. Por eso es tan importante aportar lo que aparentemente son soluciones definitivas, por eso existe tanto tecno-optimista. Aquellos que creen que la tecnología solucionará todos nuestros males, aquellos que por lo tanto, ya han renunciado a cualquier tipo de esfuerzo por tratar de revertir la situación. Son, en definitiva, los que confían en esa utopía solucionista que nos transportará a la humanidad (o, más bien, a los que puedan permitírselo) a un mundo sin problemas donde los humanos podrán ser estúpidos porque la inteligencia será una cuestión que la delegaremos en las máquinas, procedimientos… De momento, la parte de los humanos va cumpliéndose a gran velocidad.

Todo esto está cambiando nuestra manera de estar en el mundo. Nos centramos en nosotros, nuestro bienestar dentro de la burbuja que nos esforzamos en crear porque empezamos a descubrir que el presente no dura eternamente y lo que viene después es horrible. Esto nos deja en una posición crítica.


Esta impotencia que nos impide incidir en nuestras vidas más allá de lo cosmético, nos aboca a una existencia en permanente combate por seguir adelante aunque no sepamos hacia dónde porque sólo el movimiento perpetuo nos hace sentir vivos. Lamentablemente el combate es entre nosotros. Luchamos por sobrevivir unos contra otros. Nos convertimos en víctimas para nosotros mismos y frente a los demás, a los que pasamos a considerar nuestros enemigos si no son capaces de entender la gravedad de nuestra situación. Por supuesto, nosotros somos incapaces de ver que el resto está exactamente en la misma posición. El resultado de todo esto es que inmediatamente todos estamos enfrentados. Así se cierra el círculo virtuoso que posibilita una desconexión total entre iguales y, por tanto, se pierde la posibilidad de romper esta telaraña que nos oprime, ya que sin el otro es absolutamente imposible.
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