lunes, 27 de abril de 2020

LA DISCIPLINA SOCIAL SE ALIMENTA DE DATOS

La disciplina se define como el conjunto de reglas de comportamiento para mantener el orden y la subordinación entre los miembros de un cuerpo o una colectividad en una profesión o en una determinada colectividad.
Creo que esa definición lo dice todo: orden y subordinación.
En lo social, la disciplina es la fuerza que regula la sociedad. La disciplina social se puede definir como el acatamiento cotidiano al conjunto de reglas para mantener el orden y la subordinación a las normas (legales y morales) entre los miembros de un grupo social. Es la adhesión a normas que garanticen la convivencia. Es decir, el respeto de la Ley. También es la adecuación del individuo al medio social. Parte del proceso de socialización consiste en adquirir conciencia de las obligaciones para con el grupo o sociedad y en la práctica de esas obligaciones para adaptarse a ella. La disciplina social se empieza a construir en el seno de la familia durante los primeros años. El proceso continúa en la escuela y se sigue dando en el resto (y a través de) el resto de instituciones.
Esa disciplina se alimenta de datos. Lo vemos todos los días en esta especie de estado de alarma en el que nuestras vidas han quedado suspendidas.
Muertos, infectados, recuperados, porcentajes… Por país, por región, por municipio… por escalera de vecinos si pudiéramos obtenerlos. Los datos ofrecen certezas, para bien o para mal. Es algo a lo que agarrarse, proporciona una justificación racional frente a la otra cara de la moneda: el miedo. Porque los datos en sí, son meros números pero la utilización que se hace de ellos siempre tiene un propósito. Los datos aportan información y de siempre se ha visto que quien domina la información adquiere una gran ventaja. Los datos los manejan unos pocos pero sus consecuencias las sufrimos todos. El Estado y las grandes empresas manejan los datos, no sólo los controlan sino que los fabrican a su antojo. Nos ofrecen aquellas versiones que interesan a sus proyectos. Incluso nos enseñan cómo debemos reaccionar ante ellos. El fin de todo ello, es alcanzar el objetivo antes mencionado: orden y subordinación. Es decir, que nos mantengamos siempre abaja, siempre agradecidos al poder por protegernos y velar por nuestros intereses.

A día de hoy, podemos ver la ansiedad de millones de personas a la espera de nuevos datos a cada instante. La visceralidad con que se reciben esos datos y, a pesar del teatro político (una patraña que como siempre sólo sirve para mantener alerta al rebaño) la convicción mayoritaria de mantenernos obedientes. Dispuestos a delatar ante las autoridades a cualquiera que no comparta nuestro miedo y decida actuar de otra forma.

Llevamos toda la vida entrenándonos en la recepción acrítica de datos y en la sumisión a las consecuencias que el poder nos indica sobre esos datos.
  
Los datos están por todas partes. Vivimos en un mundo donde todo se reduce a cifras, incluso las personas. Desde que el dinero y la propiedad privada son los pilares fundamentales del orden social, las personas nos hemos convertido en números, en meros apuntes contables. Lo hemos aceptado e interiorizado y dejamos que nos traten y nos usen de esta forma. Así, la estadística (esa rama de las matemáticas que utiliza los datos para obtener inferencias) se ha convertido en la forma habitual de referenciar cualquier situación social y, por tanto, la mejor forma de mantener el espejismo de este mundo insostenible.
Llevamos toda la vida atendiendo a los datos de empleo y ausencia de él, a los sube y baja de la bolsa, a los datos demográficos, a los salariales, a los índices de precios de cualquier cosa, a los de jubilación y esperanza de vida, a los escolares… Nos hemos especializado en actuar en función de un sinfín de datos que nos proporcionan la certeza de saber en qué posición de la escala social nos encontramos y en cómo debemos actuar para ascender y no caer en el abismo de los que tienen peores números que nosotros.

Pero no sólo sirven para estas justificaciones sino que los datos tienen un uso todavía más perverso. Esa cara oculta que produce verdadero pavor y fortalece esa disciplina social.
Los datos determinan lo normal y, por tanto, establece las bases para la norma. Esto significa que se utiliza para determinar qué principios se imponen o se adoptan para dirigir la conducta o la correcta realización de una acción. Así, la estadística, justifica nuevamente la imposición de criterios de control y selección social. Esto se puede ver en cualquier ámbito de la vida. En el ámbito de la educación, el criterio estadístico sirve para etiquetar (con su consecuente estigmatización) a cualquier joven en función de unos criterios establecidos única y exclusivamente para hacer prevalecer una estratificación social y un sistema de organización social firmemente asentado sobre la base de cada cual ocupe el lugar que tiene asignado. De esta forma, la estadística predice, señala y confirma el destino de cada uno a través de la constante reducción a factores numéricos de la compleja vida de cualquier joven. En el ámbito de la salud, los datos determinan quién tiene derecho a recibir un tratamiento y quién queda desahuciado. Determina quién debe ser considerado como sujeto de riesgo en función de si cumple con los criterios establecidos para actuar en consecuencia. Especialmente, en lo tocante a la salud mental (extendido a todo ese universo de las llamadas ciencias psi) es donde se manifiesta en toda su plenitud el factor estadístico. Permite clasificar a todos los sujetos en categorías, muchas veces totalmente inventadas con el único propósito de patologizarnos; la desfachatez llega al punto en que para decidir si uno sufre alguna enfermedad de este tipo se basan en una simple cuestión de número: si se cumplen un porcentaje aleatorio de criterios estás o no enfermo. También en lo social muchas veces se impone el criterio estadístico. De esta forma se decide quién puede recibir la limosna del Estado o quién debe acudir directamente a la caridad religiosa. Se decide quién está en riesgo o no, o quién es apto para la vida en sociedad y quién no.


Todo se reduce a una cuestión numérica porque en eso nos hemos convertido. Esos números nos definen, nos catalogan y nos ubican en el lugar que nos corresponde. A través de este tratamiento estadístico se obtiene la uniformidad social y la estratificación bien definida que todo Estado necesita para su buen funcionamiento democrático. Es decir, que las ovejas sigan obedeciendo al pastor y que las que no lo hagan sean tratadas como lo que son: descarriadas y, por tanto, abocadas al ostracismo y finalmente, al matadero. Los datos alimentan la disciplina social, la nutren y la engrasan para su buen funcionamiento. Conocer los datos nos da la certeza de saber hacia dónde quieren que nos dirijamos y, por tanto, nos indica cómo debemos actuar. También acrecientan nuestros miedos. Miedo a quedar excluido, miedo a ser diferente a no pasar inadvertido, miedo a sufrir las consecuencias, miedo a morir en vida. Frente a esos miedos, la subordinación, la sumisión y el mantenimiento del orden aparecen ante nuestros ojos como la mejor opción para mantenernos en pie. Lamentablemente, no parece que seamos conscientes de que mantenerse en pie en este lodazal en el que vivimos nos conduce inevitablemente al agujero infecto en el que es imposible desarrollar nada mínimamente humano. 
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martes, 14 de abril de 2020

HACIA UNA NUEVA NORMALIDAD

Desde hace unos días se repiten los mensajes de políticos y demás ralea acerca de recuperar la normalidad. Pero no una normalidad cualquiera, no. Una nueva normalidad que requerirá de un esfuerzo titánico (con todo lo que eso suele implicar) por parte de todos porque al parecer ya nada será como antes.
Mucha gente, ingenuamente a mi parecer, cree que algo mejor está por venir. Se basan en la idea de que todas vamos a salir “mejores personas” de esta terrible situación. Y lo creen porque se encargan a cada instante de recordarnos como la solidaridad se ha apoderado de la población y que eso, esa ola solidaria, ya no podrá detenerse. Por fuerza nos conducirá a una normalidad más amable, más humana. Pura propaganda para espíritus reblandecidos por el confinamiento y la melancolía producida por todo lo que ha dejado de ser posible.
La normalidad es la cualidad de lo que se ajusta a la norma. Lo que es normal es su base constituyente. Y esto, la norma, es precisamente lo que ninguno de nosotros podemos elegir, podemos decidir. Porque para que fuera posible una nueva normalidad es imprescindible que haya una nueva norma y eso no va a suceder. Las normas las dictarán los de siempre, los que no tienen la más mínima intención de cambiarlas.
La normalidad se basa en la necesidad de trabajar para poder vivir de la inmensa mayoría de la población mientras unos pocos disfrutan de la ganancia que esos trabajos producen.
La normalidad se basa en la necesidad de consumir porque es la única vía libre que nos han dejado para que esta vida normal merezca la pena ser vivida según sus mismos criterios. Si no puedes consumir, no mereces formar parte de la normalidad.
La normalidad se basa en explotar uno tras otro, o todos a la vez, todos los recursos naturales (incluidos nosotros mismos) para mantener ese nivel de consumo imprescindible para que nos consideremos suficientemente valiosos.
La normalidad se basa en la aceptación de la delegación como método de gestión de todo aquello que nos concierne.
La normalidad se basa en la creencia de que lo justo y lo legal son una misma cosa sin cuestionarnos ni por un momento quién hace esas leyes y con qué finalidad.
La normalidad se basa en la necesidad de que el monopolio de la violencia esté en manos ajenas que se presuponen neutrales y que sólo desean el bien común.
La normalidad se basa en mil y un aspectos que en ningún momento han sido cuestionados radicalmente. En el mejor de los casos, es probable que los pequeños matices puestos en tela de juicio sean absorbidos y maquillados por el sistema, tal y como siempre lo ha hecho tras cualquier tipo de crisis. En el peor, saldremos de esta aceptando recortes a nuestros derechos y libertades en favor de un mayor control y seguridad.
Porque si alguien va a salir beneficiado al final de todo esto será el Capital y, por encima de todo, el Estado que está recuperando una centralidad en el tablero de juego que había ido perdiendo en esta fase de Capitalismo globalizador.
Desde luego, los perdedores seremos los de siempre. Me temo que lo que tendrá de nuevo la normalidad que se acerca es la interiorización del miedo, de eso que ha sido llamado distanciamiento social. Dirán que es por nuestro bien, por nuestra salud, por el futuro de nuestros hijos. Conseguirán que seamos nosotros mismos los que nos encarguemos de que esto sea así (sólo hay que ver el fenómeno de la policía de balcón) Pero lo cierto es que una sociedad basada en el distanciamiento social es humana y políticamente invivible, inhabitable.
Sin el esfuerzo consciente de muchos, seremos atomizados hasta desintegrar cualquier opción de mantener vivos los lazos emocionales sobre los que desarrollar un verdadero ataque a los grandes mecanismos de reproducción y conservación social. Eso es, las instituciones y los mecanismos a través de los que se destilan los valores dominantes y se inocula su reverencia.
Cuando todo esto sauceda debemos ser capaces de mantener en pie la capacidad de amar, de pensar, de decir y, sobre todo, de actuar en consecuencia. No debemos refugiarnos en pequeños lugares seguros. En burbujas que nos insuflan una falsa sensación de seguridad, ni en esa red omnipresente por muy intolerable que nos puede parecer lo que nos rodea. Justo esa reclusión, es la condición necesaria para seguir formando parte de su normalidad.

La tarea a la que se enfrenta cualquier persona que ansía una vida fuera de los parámetros establecidos es enorme. Luchar para que su nueva normalidad no cristalice pero también, para que la vieja normalidad no vuelva jamás. Desatar toda la potencia de resistencia al tiempo que la creatividad ocupe el lugar que le corresponde no es tarea fácil. Es tarea imprescindible.
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jueves, 2 de abril de 2020

SOCIEDAD DE TRABAJADORES SIN TRABAJO

A medida que las crisis se suceden y los Estados del Bienestar se van desmoronando, van dejando al descubierto sus innumerables fraudes y estafas. Esto deja vislumbrar un futuro (espero que no muy lejano) enfrentamiento entre los que, a pesar de todo, prefieren la falsa seguridad del orden establecido y los que comprenden o empiezan a intuir que la vida es otra cosa y, por tanto, debe discurrir por otros cauces todavía por construir.
De nuevo estamos en medio de una crisis, sanitaria esta vez. Sin duda, terrible pero no más que cualquiera de las que ya han pasado o de las que están por llegar. En esta crisis hay muchas víctimas, demasiadas. Las primeras y las más dolorosas, los fallecidos y el rastro de dolor que dejan en sus seres queridos. Pero también todos aquellos que caminaban sobre la línea fina de la supervivencia y que, una vez más, se ven empujados a la miseria y a depender de la solidaridad/caridad para seguir a flote y no perder el rastro de la vida.
La crisis se ha convertido en el estado natural de la sociedad en los últimos tiempos. Su gestión, en la manera habitual de gobernar. Vivimos en un estado de excepción permanente porque este orden social no tiene otra forma de mantenerse mas que gestionando la miseria, producto de la crisis permanente que representa el Capitalismo.
Un aspecto fundamental de esta crisis permanente tiene que ver con el trabajo. Esto lo estamos viendo en la actualidad con una buena parte del trabajo suspendido y, por consiguiente, cientos de miles de personas expulsadas de sus puestos de trabajo y otras tantas impedidas para hacerlo de manera informal (puesto que ya habían sido expulsadas del mercado con anterioridad o jamás se les ha permitido ingresar en él). Esto no es algo exclusivo del momento actual.
Desde hace décadas se viene advirtiendo de la progresiva pérdida de empleos debida a diversos factores. Esto ha llevado  la proliferación de un cada vez mayor número de empleos sin finalidad alguna y a la precarización de la inmensa mayoría de puestos de trabajo y, por ende, la vida de millones de personas. El trabajo se ha desligado de la necesidad de producir mercancías (más o menos necesarias). Hoy en día, tiene más que ver con las necesidades político-ideológicas de tener el máximo posible de consumidores disponibles. En definitiva, se trata de mantener a flote, cueste lo que cueste, el orden basado en el trabajo.
Aquí está la clave, el orden del trabajo es el orden del mundo. La nefasta necesidad de “ganarse la vida” está en la base de un mundo jerarquizado donde trabajo o muerte (física, social, moral) es la única disyuntiva para millones de seres humanos.
No hay alternativas, prácticamente todas las posiciones políticas han puesto la idea del trabajo en su centro teórico hasta convertirlo en una especie de destino natural del ser humano. Ahora, de nuevo golpea  la crisis y de nuevo se legisla en favor de los favorecidos, de los que nunca dejan de ganar. Oleadas de despidos se suceden por todos lados por mucho que digan los políticos de distinto pelaje. Otra vez vamos a pagar los mismos, los que pagamos siempre, los que nunca dejamos de hacerlo.
Nos estamos convirtiendo en una sociedad de trabajadores sin trabajo. Y eso nos convierte en prescindibles, como bien saben desde hace muchos años millones de personas alrededor del globo.

Vivimos tiempos de inmediatez, sin embargo, puede ser el momento de vislumbrar otros órdenes del mundo porque más pronto que tarde el orden del trabajo ya no será válido y ahí, justo entonces, existirá una oportunidad para ese enfrentamiento del que hablaba entre los que desean las seguridad del Orden vigente y los que no. Más vale estar preparados para cuando debamos elegir. No nos podemos permitir el lujo de equivocarnos de bando, otra vez no.
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