martes, 13 de febrero de 2018

EL TRABAJO NOS DOMINA (y nos dejamos)


A colación de la última entrada publicada en el blog, hace unos días conocía un par de noticias que reforzaban mi sensación de sentirme totalmente fuera de juego con la sociedad a la que pertenezco.

Por un lado, me enteraba de una noticia que hacía referencia al aumento imparable de mujeres que en los últimos tiempos deciden congelar óvulos a la espera de encontrar un buen momento para ser madres. Esta situación se daba mayoritariamente en mujeres que se situaban alrededor de los 35 años y se calculaba que la intención era ser madre sobrepasados ampliamente los cuarenta. El motivo fundamental de la decisión era por cuestiones laborales. Incluso se mencionaba que grandes multinacionales habían empezado a financiar este “tratamiento” para sus empleadas. Las mujeres que aportaban sus testimonios para complementar la noticia decían que no podían permitirse el lujo de ser madres cuando sus carreras profesionales estaban despegando porque corrían el riesgo de perder todo lo conseguido tras años de estudios y esfuerzos.
 
La otra noticia correspondía a un estudio realizado en el que la principal conclusión que se establecía era que las personas con trabajos precarios e inestables, sufrían más situaciones de inestabilidad emocional y problemas de salud mental incluso que las personas sin empleo (incluidos parados de larga duración) Se destacaba el hecho de que esta era una tendencia que había surgido en los últimos años y que se mostraba en alza. Se concluía que la incertidumbre vital que provocaba la situación de precariedad era mucho mayor que la de aquellos que tienen la certeza de que su situación no va a cambiar y ya se saben en el fondo del pozo social.
 
Estas dos noticias y tantas otras relacionadas, orbitan alrededor de una cuestión que se ha convertido en vital en la historia de las sociedades contemporáneas: el trabajo asalariado. El paso por el mercado de trabajo es prácticamente la única formula legal que el sistema actual ofrece a la mayoría de la población para acceder a un mínimo pedacito de riqueza. Y necesitamos tanto ese pedacito para poder consumir y cubrir nuestras necesidades (que por supuesto están todas monetarizadas) y somos tan asquerosamente devotos de la legalidad, que aceptamos esta lógica sin rechistar.
Liberarnos del peso que significa tener que ocupar nuestra energía y nuestro tiempo en conseguir y mantener, cueste lo que cueste, un trabajo nos impide ver e ir más allá. El trabajo domina de tal manera nuestras vidas que acaba por absorber nuestra esencia misma y acabamos definiéndonos como personas en función del trabajo que desempeñamos (basta hacer un pequeño experimento, preguntad a varias personas cómo se definen, qué son y te contestarán diciéndote de qué trabajan). Ésta es una de las mayores locuras colectivas de las que participamos, vivimos nuestra vida en función del trabajo. Tomamos nuestras decisiones basándonos en lo mejor para nuestra vida laboral. Nuestra vida emocional se ve influida de forma apabullante por la cuestión del salario y todo lo que conlleva.
Iniciar la vía para romper el mito que une trabajo asalariado y acceso a la riqueza (es más, romper la sinonimia entre riqueza y dinero) es fundamental para poder liberar gran parte de ese potencial mal utilizado y que podríamos usar para tratar de acercarnos más a lo que deseamos que sea la vida y nuestra forma de pasar por ella.

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sábado, 3 de febrero de 2018

¿DESUBICADOS? YO, AL MENOS, SÍ


Así me siento. También perplejo ante mi incapacidad de entender lo que me rodea. La propia marcha de lo cotidiano se me escapa. No comprendo nada y, cada vez menos, a nadie.

Habitamos varios mundos en paralelo. Cada día vivimos varias vidas que las consideramos como nuestras y ya no estoy seguro siquiera de que alguna de todas sea verdadera.

Compartimentos estancos. El trabajo, la familia, las amistades, militancias varias… Somos personas diferentes en cada situación. Parece como si existiera una desconexión dentro de nosotros en cada ámbito. Lo que sucede en cada compartimento se queda ahí. No parece tener relación alguna con el resto. Nos engañamos pensando que es una buena estrategia, adaptativa. Buscamos entre las teorías de última hora algún término que nos convenza y lo conseguimos. Nos creemos inteligentes emocionalmente, socialmente adaptados, resilientes, empoderados o cualquier otra etiqueta que nos convenga. Lo que sea con tal de no ver la etiqueta que realmente arrastramos con nosotros, somos carne de cañón.

Tal y como vivimos, desconectados unos de otros sin ser capaces de ver las relaciones entre lo que nos sucede y lo que les sucede al resto, estamos destinados a ser como hojas secas. Caídas en el suelo y a merced del viento, moviéndonos al son que nos mandan y en la dirección a la que somos empujados.

Todos los campos de nuestra vida están interconectados. Las vidas de la mayoría están conectadas entre sí. Y no sólo eso, sino que además están atravesadas por decisiones tomadas por gente que nada tiene que ver con nosotros. Y lo peor es que les dejamos hacer y les damos la razón a pesar de que la mayoría de las veces, estas decisiones vayan en contra de nuestros deseos, nuestras aspiraciones e intereses.

Somos como camaleones que tratamos de adaptar el color que más nos conviene para pasar inadvertidos en cada situación, para no diferenciarnos, que no se fijen en nosotros por si acaso. La diferencia puede comportar el estigma y eso nos puede conducir a una vida vivida en los márgenes, haciendo inalcanzable los sabrosos frutos de una existencia consumista. Y al parecer, nadie quiere eso. Todos queremos disfrutar de ese modelo. Queremos experimentar la posesión de los objetos, hasta de las personas como fuente de felicidad.

Me siento desubicado en una sociedad como esta, no la comprendo. Sé que somos muchos así, algunos conscientes de su manera de sentir. Otros, la mayoría, todavía no. Saben que las cosas no son como les gustaría, que su vida no es la que habían soñado tantas veces de pequeños pero no logran identificar la causa de esa desazón, el porqué de esa sensación de vivir permanentemente desubicados, fuera de lugar.



Lo saben y nos ofrecen vías para canalizar esa inquietud, para mostrarnos que estamos equivocados y que no hay de qué preocuparse. Ocio controlado y diseñado para no sentirte fuera, para tener la sensación de pertenencia y de que valen la pena los sinsabores diarios, las penurias cotidianas. Ocio narcotizante que nos mantiene aferrados a una existencia irreal, una existencia que transitamos pero que no vivimos, virtual. Nos deslumbran, nos engatusan y nos hacen creer que eso es lo que debemos hacer. Ahí reside su concepto de felicidad, el que nos tienen reservado. Nos lo creemos y nos entregamos gustosos como autómatas programados para no pensar y no sentir nada fuera de lo predeterminado. Pero no es suficiente, nunca lo es. Puede enmascarar la realidad durante un tiempo pero a la larga sólo hace que aumentar la insatisfacción. Lo cierto es que de esa insatisfacción se nutren para mantener constante el flujo de personas aferradas a esa ilusión de felicidad.



Somos nuestras propias víctimas al aceptar esas vías. Hemos desplazado los puntos de referencia que nos permitían ubicarnos en el mundo de forma natural y los hemos sustituido por otros a los que hemos dado categoría de guías absolutos. El dinero, la acumulación, el consumo, el trabajo asalariado, la apariencia… Todos factores ajenos a nuestra propia naturaleza que han usurpado un lugar que no les corresponde y han engendrado seres desubicados, antinaturales. Con vidas donde prevalecen el egoísmo, el odio al otro, la competitividad, la falsedad…



La necesidad de reencontrar un eje de coordenadas que nos permita ubicarnos de nuevo como lo que realmente somos es acuciante. Seres que nos apoyamos los unos a los otros, solidarios, dispuestos a no dejar caer a ninguno de nuestros semejantes, sin miedo de mostrar nuestra naturaleza, orgullosos de ella.

Yo, al menos, es ahí donde estoy. Tratando de ubicarme de nuevo en un mundo de claroscuros pero con una gran cantidad de potencial dispuesto para iluminarlo y hacer que las vidas valgan la pena ser vividas a cada instante.