El tema de la educación vuelve de nuevo a la palestra como no
puede ser de otra manera. Es una cuestión primordial tanto para los que
pretenden perpetuar el orden social, como para los que tratan de subvertirlo desde
la convicción de que un individuo formado e informado será más proclive a
luchar por otra forma de vivir más justa con todos y para todos. Para mí, es
una cuestión recurrente en mi vida, tanto en lo personal como padre, como en lo
profesional donde colateralmente me veo involucrado en el asunto. En otras
ocasiones he reflexionado sobre el sistema educativo pero ahora necesito
hacerlo sobre algo más particular. Más allá de sistemas de enseñanza y
alternativas varias me interesa la cuestión de cómo el Estado, el Poder se ha
otorgado el derecho de educarnos y nos ha impuesto la obligación de ser
instruidos. Si pensáis que esto es un alegato pro pin parental, estáis
perdiendo el tiempo. Ahora bien, más allá de los delirios criptofascistas, la
cuestión da para darle una vuelta. No se trata de establecer la propiedad de
los hijos, la sola premisa de establecer la propiedad de un ser humano me
parece aberrante. Se trata de vislumbrar la ruindad que supone delegar en el
Estado, en el Poder con mayúsculas en última instancia algo que a priori parece
fundamental.
Si algo tengo claro es que el ser humano es curioso por
naturaleza. Desde el primer momento es algo que nos define. Basta pasar tiempo
con niños pequeños para observar esto. Esta curiosidad nos lleva inevitablemente
a aprender. Por tanto, aprender forma parte de nuestro ser. Sin necesidad de
caer en esencialismos, se puede decir que aprender forma parte importante de lo
humano.
Sin embargo, parece que esta curiosidad innata no es ni de
lejos suficiente para aprender todo lo que necesitamos saber. Al menos eso
opina el Estado que es el que decide el qué, el cómo y el cuándo debemos
aprender. Así al menos veo yo el sistema educativo más allá de grandes
profesionales que se esfuerzan cada día en poner por delante los intereses del
alumnado a los objetivos del sistema de enseñanza. La realidad escolar se
esfuerza en remarcar cada día donde reside la fuente del saber. Aprender es
algo que nos permite la institución educativa, ya no es una cuestión natural.
Todo saber extraoficial no tiene ninguna validez. La titulación es lo único que
certifica tu conocimiento. No eres nada sin un certificado expedido por la
autoridad. La escuela se convierte en el gestor de la sabiduría, nada escapa a
su control. Es la encargada de la distribución de méritos entre el alumnado,
méritos que marcaran el devenir de cada uno en un sistema altamente
estratificado. Es obvio que no sirve (ni jamás lo ha pretendido) para alcanzar
los peldaños elevados de la escala social pero a pesar de todo, continúa siendo
válido para tratar de subir algún pequeño peldaño social. La titulitis es una
plaga del siglo XXI y muchos son los que la padecen al tiempo que sufren en sus
propias carnes la decepción de las promesas incumplidas.
Como decía al principio, nos obligan a instruirnos, no a
poder educarnos, sino a instruirnos. Nos necesitan de esta manera y así es como
lo hacemos todos sin excepción. Es la forma más rápida y segura de aprender que
no somos capaces de gestionar nada ni siquiera algo tan innato como la
curiosidad y el aprendizaje sin una autoridad externa que nos dirija. Y así
andamos, con la curiosidad muerta y asintiendo a izquierda y derecha según les
convenga.
Afortunadamente, siempre hay excepciones. Luchas, esfuerzos e
interés en que las cosas sean de diferente manera. Eso es indiscutible aunque
sea muy difícil realizarlo tanto desde dentro de la institución como desde
fuera. Por suerte (creo) la escuela no es la única vía de aprendizaje y
socialización. Aunque las otras (familia, iguales y medios de comunicación) no
son garantía de nada. Están tan inmersas en la sociedad como la escuela y, por
tanto, forman parte de la misma unidad que reproduce generación tras generación
el mismo patrón social.
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