Hubo un tiempo en que Edipo era
el rey. Hoy, sin duda, Narciso le ha destronado.
Lo cierto es que son dos caras de
una misma moneda. Una moneda que tiene múltiples imágenes pero siempre la misma
representación: el sufrimiento psíquico que padecen muchísimas personas en un
entorno socioeconómico tan hostil para la inmensa mayoría de la población.
Por supuesto, si alguien espera
una disertación psicoanalítica pude ir cambiando de canal. Por aquí no entrará
lo que anda buscando por mucho que la premisa inicial apunte en esa dirección.
Me interesa más lo que representan esos conceptos y las asociaciones que se
pueden realizar con el modo de vida bajo el sistema capitalista y con la propia
evolución de dicha forma de vida.
El mito de Edipo siempre se ha
identificado con la represión, el deseo no satisfecho, el miedo… En lo que
concierne a lo que pretendo plasmar aquí, podemos relacionarlo con un modelo
productivista, con la fábrica. Con ese Capitalismo que se fortalecía de la
fabricación de bienes y la explotación de aquellos que los producían. En ese
mundo de la omnipresencia de la cadena de montaje, los empleos podían llegar a
ser muy estables y no era extraño el que una persona dedicara toda su vida a
una sola empresa. Lo normativo, aquello que el sistema establece como el ideal
al que todo buen ciudadano debe aspirar a alcanzar, estaba perfectamente
delimitado. La vida estaba muy estructurada si se quería estar dentro de la
norma y no ser señalado ni tratado como un apestado social. Trabajo y familia
(en ese orden), esos eran los pilares sobre lo que todo debía descansar. Así
que trabajo y familia era lo que debía ser mantenido a toda costa y en lo que
había que volcar toda la energía. Sobre esas dos vigas maestras, sostenía Edipo
su imperio.
Era un modelo social rígido y
solidificado que no permitía la más mínima desviación del camino marcado, por
tanto, cada desliz debía ser reprimido. En la mayoría de los casos,
autoreprimido. Para el resto se reservaban los mecanismos represivos del Estado
(tal y como sigue sucediendo y seguirá haciéndolo mientras existan entidades
con el monopolio de la violencia legal).
Pero los tiempos cambiaron,
porque el Capital así lo exigía en su progreso imparable hacia la nada más
absoluta. Ahora, el dinero ya no se sustenta en la producción sino que descansa
sobre sí mismo. La fábrica ha quedado relegada a la periferia del núcleo
financiero. Y se ha llevado consigo la necesidad de una sociedad rígida de
asalariados obedientes. No sólo se han deslocalizado los puestos de trabajo,
también las formas sociales de vida. Lo normativo ha cambiado.
Emprendedores, dinámicos,
dispuestos a sacrificarlo todo por su carrera, imaginativos, resilientes… Y
toda esa charlatanería que conocemos de sobra (y que el engendro de la
psicología positiva y su hijo bastardo el “coaching” se han encargado de
encumbrar). Se utiliza para enmascarar lo de siempre: la esclavitud del
salario, la necesidad de ganarse la vida para los desposeídos.
La sociedad del espectáculo se ha
impuesto y con ella la imagen, lo superficial, lo externo, se ha convertido en
lo fundamental.
Con estos mimbres, Narciso se ha
encumbrado en el trono. La egolatría y la falta de empatía campan a sus anchas
en una distopía que reniega de las clases sociales y su eterna lucha en pos de
un sálvese quien pueda ridículo. Sólo hay que echar un vistazo al mundo
digital, a las redes sociales (el mundo real para muchos) para observar a
Narciso cabalgando por sus dominios. La rotura de vínculos sociales, el
desapego y el desarraigo dan paso a una sociedad reconcentrada en sí misma,
donde cada individuo está convencido de que puede ser el siguiente triunfador,
aunque para ello deba pasar por encima de quien sea y deba renunciar a lo que
sea. El primer paso para ser un triunfador es parecerlo (ya sabemos que la
imagen lo es todo). Así la representación de nosotros mismos que ofrecemos al
mundo es fundamental. Pero cada uno sabe lo que hay detrás de esa imagen.
Cerrar los ojos y obviarlo no lo hace desaparecer. Es justo ahí, en la
necesidad que tenemos de no ver nuestro propio reflejo, nuestra propia miseria
donde Narciso sustenta su reinado.
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