Parece
ser que en los últimos tiempos vivimos un aumento de la judicialización de la
vida, según se encargan de recordarnos diariamente los medios de comunicación
de masas. Pareciera como si hasta la fecha esto no hubiera estado sucediendo y
la mal llamada Justicia no hubiera estado persiguiendo y castigando a todo
aquel que no encaja o no acepta la norma.
Incluso
ahora mismo, se circunscribe este fenómeno exclusivamente a lo que sucede con
los políticos profesionales cuando día a día se juzga y se condena a personas
que, de una forma u otra, protestan o actúan denunciando un sistema que,
precisamente, destaca por su falta de justicia. Pero a todos ellos no les
afecta la judicialización de la vida, porque a ojos de la masa son delincuentes
sin más. Así se encargan de hacerlo saber todos los que colaboran en la
elaboración de discursos y verdades oficiales.
Manifestantes
de diversa índole, gente que lucha por no ser desahuciada, artistas de toda
clase, periodistas, sindicalistas, activistas de movimientos sociales y un
largo etcétera. Todos sin excepción son delincuentes para un sistema judicial
hecho a medida del poder. Todos han incumplido la norma, la ley. Eso es lo que
importa, aquí la verdadera justicia no tiene cabida.
¿Para
qué y a quién sirve el sistema de justicia?
Siguiendo
las argumentaciones aparecidas durante un debate sobre justicia popular entre
militantes maoístas y Michel Foucault iniciado en 1971 vemos que este sistema
de justicia se asienta sobre tres patas fundamentales: policía-jueces-cárcel. A
lo largo de la historia moderna de los Estados se han identificado tres grandes
funciones de este sistema judicial. Según la coyuntura político-social ha
predominado una u otra pero siempre han estado y estarán presentes las tres.
La
primera de estas funciones sería el hecho de actuar como factor de
proletarización. Es decir, obligar al pueblo a aceptar la premisa tan nefasta
de que la única vía de conseguir su sustento es a través del salario. Por
tanto, éste debe aceptar su condición de trabajador y las condiciones de
explotación que esto supone.
Esta
función tuvo mucha importancia durante la época de la revolución industrial y
los éxodos humanos desde el campo hasta las urbes. Toda vez asimilada la
condición de trabajadores (independientemente de si se tiene empleo o no, ya
que es más una cuestión de instaurar una mentalidad que una condición física
real). Esta función, sufre una derivada por la que se persigue a los que,
asumiendo su nuevo rol, pretenden conseguir mejoras en sus condiciones de
explotación. Así se consagra la persecución al sindicalismo más combativo y, de
paso, se inicia y allana el camino hacia el actual sindicalismo pactista.
Una
segunda función, derivada de la primera, es hacer ver y comprender a la mayoría
trabajadora que los que no aceptan y se resignan a ese papel son delincuentes,
gente peligrosa. En definitiva, el desecho de una sociedad prácticamente perfecta.
Por lo tanto, es imprescindible que la gente “de bien” mantenga la distancia,
desprecie y condene cualquier tipo de comportamiento que no se ajuste a la
norma.
En
ese sentido, el sistema de justicia sirve como refuerzo a todo un entramado
periodístico, sociológico y político que se encarga, en primera instancia, de
construir el relato oficial que debe ser aceptado por la población. En caso
contrario, es cuando actúa el sistema de justicia.
Finalmente,
existe una tercera función de vital importancia. Esto es debido a que se aplica
fundamentalmente sobre aquellos elementos más politizados de la sociedad. A lo
largo de los tiempos, se les ha etiquetado de agitadores, revolucionarios,
terroristas... Y a través de una difusa maraña de leyes que no sancionan otra
cosa más que la crítica al sistema dominante, se condena a prisión a los que
osan alzar la voz contra el poder en alguna de sus múltiples expresiones.
Esta
enumeración de las funciones del sistema de justicia capta bastante bien, en mi
opinión, la esencia de dicho sistema, por lo menos, en lo que atañe al
mantenimiento y perpetuación del orden social vigente. Con el paso del tiempo
posiblemente se haya refinado, se haya revestido de una supuesta legitimidad
que se arroga por el hecho de que la legislación emana del Parlamento, digno
representante de la voluntad popular (así reza en los dogmas de los actuales
sistemas democráticos).
Pura
palabrería, simples disfraces que a duras penas logran ocultar, si no fuera por
el excelente trabajo que realiza el periodismo oficial, la realidad. La norma
y, por tanto, la justicia tal y como
nos la hacen entender está hecha por y para unos pocos privilegiados.
Precisamente, para mantener sus privilegios. De hecho, esto significa que la
justicia queda suplantada por la legalidad. No les queda otro remedio porque
este sistema en el que vivimos no es capaz de soportar nada, su fragilidad
inherente sólo puede verse subsanada a través de una fuerza de represión
global. El sistema de justicia es un pilar fundamental de esta fuerza. Sostiene
en gran medida las relaciones de poder, las impone.
La
judicialización de la vida no es un fenómeno novedoso. Es un elemento
intrínseco del desarrollo de las democracias modernas. Es un factor destinado a
dar forma a la vida social y, cada vez más, la personal. De tal manera que cada
uno sepamos cuál es nuestro papel y qué podemos esperar si no nos atenemos a
él. También actúa creando un relato unificador con el consabido lema de “todos
somos iguales ante la ley” creando una ficción que necesita mantener de vez en
cuando con el enjuiciamiento de elementos que no forman parte del pueblo.
Aunque cualquiera puede observar que no son más que pantomimas, incluidos los
casos que acaban con algún paso fugaz por la prisión.
Es
por esto, que un cuestionamiento radical de este sistema se hace imprescindible
cuando hablamos de construir una nueva sociedad, un nuevo mundo. Hay que
abordar la necesidad de recuperar la justicia por encima de la legalidad y de
cómo esa justicia debe ser puesta en el centro del modelo que regule las
relaciones sociales.
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