A estas alturas está todo dicho, o eso es lo que parece
al menos. Todo el mundo parece tener clara una posición al respecto del llamado
procés català. El abanico es amplio y
las posibilidades múltiples.
Personalmente, soy totalmente favorable al derecho a
decidir, otra cosa es la asimilación que el poder hace de eso con el hecho de
llevar a cabo un referéndum. Eso, simplemente, me parece ridículo. Sin embargo,
la cantidad de personas movilizadas es algo que no deja de asombrarme. No ya por
el hecho en sí, pues nacionalismo y su simbología siempre ha sido un buen
agitador de masas, sino por el hecho de que haya tanta gente dispuesta a
desobedecer una legalidad que hasta hace bien poco seguían a pies juntillas. La
lástima es que la mayoría de esas personas están dispuestas a desobedecer con
la esperanza de tener un nuevo marco legal al que someterse de nuevo. Me
exasperan especialmente las imágenes en las que se exaltan a políticos y mossos
que han pasado de villanos a héroes como por arte de magia, o por arte de
bandera. Aun así no pierdo la esperanza en aquellos que se movilizan con la
intención de cambiarlo todo, aunque temo que un nuevo desencanto sepulte
todavía más la semilla de una verdadera revolución.
He de reconocer que me gusta la situación. Se está
agitando el árbol y eso siempre es bueno. El estado ha puesto en marcha su
maquinaría de miedo y represión en funcionamiento y esto está consiguiendo que
la gente se posicione en uno u otro sentido y empiecen a saltar las máscaras.
Resulta, tras años de pavoneo democrático, que lo más antidemocrático es
permitir que la gente vote. Desde luego tiene su gracia la cosa.
En este sentido, existe un pequeño lugar en mi mente en
el que se proyecta el siguiente escenario: se realiza el referéndum o lo que se
pueda; por supuesto gana el Sí pero la derecha nacionalista catalana en el
poder se amilana ante la situación y no declara la independencia tal y como
recoge su propia ley. Ahí, en ese instante, ante la segura represión que estará
ejerciendo el Estado español y el fariseísmo del Govern català, se desata la
potencia transformadora del pueblo buscando las vías para una verdadera
independencia lejos de cualquier estructura de estado.
Posiblemente no sea más que una ensoñación, un deseo no
reconocido. Pero si llega a suceder, ahí sí deberíamos estar todos, no sólo
Cataluña.
Particularmente, me interesa más el proceso que el
resultado. Soy más de abolir fronteras y estados que de crear uno nuevo o
reforzar uno ya existente. Pase lo que pase mi trinchera será la misma, la de
enfrente, la que está en contra del poder establecido sea cual sea su bandera.
El proceso y sus connotaciones es lo que hace reflexionar
y plantearme algunas cuestiones y es de lo que quiero hablar:
Desde el preciso instante en que hablamos de decidir como
un derecho ya podemos intuir que esa elección no va a ser muy libre. Pedir
permiso para decidir algo nos sitúa en un plano de dependencia absoluta. Es
cierto que a lo largo de la historia lo que llamamos derechos han sido
conquistados (normalmente) a través de la presión y la lucha social. Sin
embargo, no hay que olvidar que en última instancia es el poder el que lo
otorga y cuando lo hace ya tiene perfectamente controladas todas las variantes
que puedan suceder a raíz de esa concesión.
La mera existencia de personas capaces de negar el
derecho a decidir a sus semejantes nos da la medida de hasta qué punto la
noción de dominación está instalada dentro de cada uno de nosotros. Negar la
potestad de decidir en nombre de un bien superior, ya sea la legalidad, la
patria, el estilo de vida… es situarnos en el plano de la sumisión, de la
negación de nuestra potencialidad como humanos.
En ese plano nos situamos la inmensa mayoría de la
población. A diario, con nuestros actos, nuestros silencios, condenamos a
millones de personas a no poder decidir nada ya que su única alternativa es
tratar de mantenerse con vida un día más.
Ni siquiera nosotros, miembros complacidos que formamos
parte de una sociedad con abundancia de inútiles pero reconfortantes comodidades
materiales, tenemos la libertad de decidir. Sometidos a factores tales como las
leyes y su desarrollo penal (siempre y en todos lados, realizadas por y para
proteger a los poderosos y sus posesiones); el salario, única forma que
permiten esas leyes para que cualquiera que no forme parte de ese poder pueda
tratar de conseguir el sustento que le mantenga vivo. El miedo y su escudera la
desinformación que desde bien pequeños nos inculcan desde todos los ámbitos
posibles; y tantos otros factores, hacen que nuestras decisiones siempre estén
condicionadas y nuestra independencia sea más ficticia que real.
Porque una cosa es el derecho a decidir y otra muy
distinta la libertad de decidir. Y de libertad, tal y como hacemos funcionar el
mundo y funcionamos nosotros mismos, tenemos más bien poca.
Pocas cosas más importantes pueden haber que poder
decidir tu independencia. Qué más quisiéramos que meter una papeleta en una
urna y decidir acabar con la usura bancaria, la dictadura salarial, el
sometimiento legislativo, la posesión y el miedo a perderla y tantas otras
cuestiones que nos convierten en esclavos de la peor clase. Aquellos que se
muestran orgullosos de serlo y están dispuestos a todo por defender su
condición.
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