Desorientados o
simplemente reorientados, una vez más, hacia la eterna promesa de la
neutralidad de las instituciones, hacia la posibilidad de virar el rumbo del sistema,
de hacerlo más amable. Nos negamos a aceptar que esta democracia tiene el timón
trucado y siempre apunta hacia el mismo lugar por muchas vueltas que le des y
cuando además de apuntar dispara: no hace prisioneros, tira a matar.
El poder de seducción
del sistema es grande y su capacidad para crear nuevos actores en su
espectáculo es inacabable. No sólo ha conseguido encauzar el descontento de
mucha gente con inquietudes políticas sino que se ha superado a sí mismo: ha
conseguido que aquellos desencantados que consideran que lo único que no
funciona son los políticos ladrones encuentren a su nuevo paladín de la
decencia encumbrado de la noche a la mañana y ni siquiera se han molestado en
plantearse cómo ha sido posible esa aparición.
Es cierto que la capacidad
de seducción es muy potente y cuenta con unos medios de difusión de masas que
la hacen altamente eficaz. Sin embargo, no hay que menospreciar el factor
miedo. Sí, ese miedo que a menudo oímos decir que “está cambiando de lado”;
cosa ésta que no deja de tener su parte de verdad; pero que sigue habitando
mayoritariamente en nuestro lado.
Por muchas razones
diferentes tenemos grabado a fuego que la pérdida es dolor. Ese dolor nos
aterra y, por tanto, cualquier posibilidad de pérdida nos da auténtico pavor.
Con este miedo es con
el que juegan y casi siempre ganan. En la mayoría de ocasiones la posibilidad
de perder algo que ingenuamente creemos poseer, ya sea algo tan etéreo como la
libertad, la seguridad vital… o algo tan material como una vivienda o un
trabajo nos impide asumir el compromiso necesario para sacar adelante aquellos
proyectos o tomar las decisiones en las que decimos creer o confiar.
Por eso seguimos
dejando que la corriente nos arrastre, que sean otros los que decidan cómo debe
ser nuestra vida. Seguimos creyendo que la utopía basta con pensarla, que para
vivir ya tenemos eso que llamamos la vida real y que en esta realidad sólo es
posible tratar de mejorar nuestra condición sin tener demasiado en cuenta al
resto porque si lo hacemos ni siquiera podemos mejorar la nuestra. Es la ley
del posibilismo que nos imponen y aceptamos como dogma. Así seguimos asistiendo
al espectáculo sin darnos cuenta que somos parte de él. Lo que sucede, incluido
el teatro electoral y el posterior juego de las sillas, no nos es ajeno,
estamos incluidos en él y es nuestra obligación tratar de revertir el guión de
la obra porque el final está escrito y no es nada bueno. Pero no queramos
cambiarlo sin salirnos del guión porque eso es imposible y una vez más... a la
vista está. Mientras el cambio de cromos se hace visible y nos distrae al
tiempo que nos polariza al más puro estilo futbolero (“que si yo soy de éste y
tu de aquel…”) el sistema sigue afianzando sus bases y sigue avanzando en sus
planes. Basten como muestra los diversos tratados de libre comercio (o libre
esclavitud si hablamos con propiedad) que andan impulsándose alrededor del
mundo o, en un nivel más cercano, el apuntalamiento del yugo militarista
impuesto sobre África desde la base Morón.
Mientras tanto, parece
que todo queda en suspenso a la espera de ver si se confirma la hipótesis
lanzada desde los medios de información acerca de que el tiempo de la nueva
política ha llegado y el poder ha sido tomado por la izquierda (signifique eso
lo que signifique) y todos volvemos a replegarnos en nuestros reductos en la
eterna espera del momento oportuno. Tal vez el momento oportuno sea cualquiera
y éste sea tan bueno como el que más. Pensémoslo. Hagámoslo.
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