Soy un producto, o eso es lo que se pretende, lo que quieren que
seamos, lo que probablemente ya sea a estas alturas.
Un producto del que todo es factible de ser aprovechado,
consumido. Cada partícula de mi ser sirve para hacer negocio con ella.
Cualquier aspecto inmaterial que me conforma vale para que obtengan beneficio
de él. Tanto lo físico como lo intelectual, incluso aquello que podría ser
considerado como espiritual es comprado por el mejor postor a diario. Se vende
quiera o no, oponga mayor o menor resistencia sucede constantemente. Y si lo
pienso, ni que sea por un momento, me doy cuenta de que me vendo por nada.
Soy consumido a cambio de consumir, un triste círculo vicioso que
no debería consolar ni al más estúpido de los humanos. Y sin embargo, lo hace. Casi
siempre lo hace. No hay otra explicación para esa espiral en la que nos
consumimos y llamamos vida. Vida triste que rápidamente nos encargamos de poner
en el escaparate, presumiendo. Absurdo, no existe otra palabra que lo defina.
Exhibido en un escaparate de alcance mundial, sin pudor, sin
escrúpulos, con toda la crudeza que requiere reducir un ser humano a la simple
condición de objeto. Pero no un objeto cualquiera, sino uno de la más baja
condición, uno de usar y tirar. De los que no requieren siquiera un mínimo de
mantenimiento. Porque además de ser un producto susceptible de ser comprado o
vendido, también soy un producto de este tiempo. Tan asimilada mi condición que
yo mismo me pongo en ese escaparate. No necesito que nadie lo haga por mí, yo
me basto y me sobro para hacerlo y hasta para vanagloriarme por ello. La estupidez
es imprescindible para ser un buen producto, es una característica muy
apreciada por los compradores.
Como decía, soy un producto de mi tiempo y envuelvo mi vida con
colores llamativos en forma de experiencias vitales porque sé que el contenedor
es más importante que el contenido. Experiencias que vendo como únicas, sin ser
consciente de que son exactamente las mismas que venden el resto, porque ya la
imaginación no nos da para más. Porque somos material clonado, moldeados bajo
un mismo patrón que nos hace creer únicos cuando no somos más que copias que
van perdiendo calidad con el paso del tiempo.
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